Otra vez Claudia

Por Clara Medina
12 de Enero de 2014

En varias de las novelas de Claudia Piñeiro hay una o más muertes. ¿Suicidio u homicidio? Es la cuestión por resolver en sus tramas. La escritora argentina logra edificar historias en las que mezcla el suspenso con un retrato realista de los integrantes de las clases medias y altas de la sociedad actual. Pienso en Tuya, Las viudas de los jueves. Incluso en Betibú.

En el libro Un comunista en calzoncillos, que se publicó a mediados del 2013, pero que recién leo, encuentro a una Claudia Piñeiro distinta. En esta historia no hay muertes por resolver, ni misterios por revelar. Es la vida de su padre, de la familia y de la propia escritora. Pero no es una vida edulcorada, ni relatada con poses. Es la vida contada con sencillez y eso, quizá, vuelve querible esta obra, que mezcla, lo ha dicho ella, ficción y realidad.

El comunista en calzoncillos es su padre: Gumer, que es el diminutivo de Gumersindo, un español, según el relato, llegado a Argentina cuando era pequeño. Un hombre de izquierda aunque no estuviera afiliado a partido alguno, ni militara en ninguna causa. Un comunista en solitario. En casa. En la intimidad del hogar, donde prefería andar en calzoncillos, mientras cotidianamente hacía ejercicios para conservar el porte atlético y el vientre plano, o fumaba dos cajas de cigarrillos. O bebía mate, en silencio, en la cocina, tan pronto de despertara.

Fue en Argentina donde fundó una familia, integrada por su esposa y sus dos hijos: un niño y una niña. La niña es Claudia. Y es esta, ya adulta, convertida en escritora, la que decide narrar una parte de la historia de su padre, y con esta la del país. Escoge los años en que ella deja la infancia e ingresa a la adolescencia. Claudia lo cuenta con esa mirada infantil, con esa mirada que tenía entonces. Pero va develando temores, situaciones complejas, la vida social. Su entorno. La situación política del país (comienza la dictadura de Jorge Rafael Videla), la cotidianidad de casa. La precaria economía familiar.

No idealiza nada. Ni siquiera a su padre, al que se sentía muy ligada (le parecía, además, un hombre guapo) y al que le rinde homenaje con este libro. Y ese es el punto más destacable del volumen: la mirada cercana y hurgadora, íntima pero sin retoques. De manera que el padre no es un padre perfecto. Es un hombre bueno, aunque con mal carácter, silencioso, que pocas veces ríe. Se gana la vida vendiendo turboventiladores. Y antes de eso, vendiendo pollos, aunque Claudia, por vergüenza, no les dijera a sus amigas que él vendía pollos, sino eufemísticamente “productos alimenticios”.

Un divertimento en este libro es la incorporación de lo que Claudia llama Cajas chinas, unos números que inserta a lo largo del texto y que remiten a otras páginas, en las que desarrolla o completa la historia. El lector escoge el modo en que quiere leer. Es un homenaje a Julio Cortázar y a su Rayuela, que de igual modo se puede leer de la manera que el lector decida. Una forma lúdica para este relato familiar, en el que adjunta fotografías.

El padre de Claudia falleció de un infarto. La escritora tenía entonces 26 años. La madre murió aquejada de Parkinson. Claudia tenía en esa época 46. Queda este volumen, a medio camino entre la ficción y la realidad. Y queda la sensación, después de leerlo, de conocer de cerca a esta autora, hoy de 53 años, aunque jamás se la haya visto en persona.

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