El pájaro rojo: Siempre en mi jardín

Por Paula Tagle
16 de Septiembre de 2018

“El libro abierto siempre estuvo frente a mí, yo solo me convertí en intérprete para los que como yo (antes de Galápagos), aún no han cultivado sus capacidades de ver, oír, oler la naturaleza”.

Les voy a contar la manera en que me fui enamorando de la biodiversidad de Guayaquil. Se parece a la obra de teatro escrita a principios de siglo por Maurice Maeterlinck, Premio Nobel de Literatura 1911: El pájaro azul.

Es la historia de dos niños, Tylil y Myltil, que salen de su hogar en busca del Pájaro azul que otorga la felicidad. Recorren mundos increíbles, poblados de criaturas únicas y mágicas.

Dejé Guayaquil en busca de aventura y sitios maravillosos; en mi caso iba más bien en busca del pájaro rojo. Me había formado como ingeniera geóloga, y me fascinaba la antigüedad del planeta; poco sabía de plantas o animales, a no ser que se tratara de especies fósiles, y menos de la historia natural de Guayaquil.

Mi primera parada fue en las Islas Encantadas, donde hice el curso de guías naturalistas del Parque Nacional Galápagos.

Tuve que estudiar sobre flora y fauna, ecosistemas, y lo que es más importante, mis ojos se fueron adiestrando. Aprendí a percibir. De lo que yo encontrara en los senderos dependía la experiencia de los visitantes. Nunca había sido buena observadora, y además tengo astigmatismo, pero debí adaptarme. Encontrar iguanas marinas no es ninguna ciencia, sin embargo, me acostumbré también a advertir comportamientos. ¡Y a escuchar! Los pinzones de Galápagos, a los que al principio iba espantando para no tener que enfrentarme a su identificación, se convirtieron en un reto delicioso, y por su llamado particular los iba reconociendo. Y me fui enamorando, no solo superficialmente (que siempre me gustó estar al aire libre), pero con conocimiento, de las especies que pueblan el planeta.

Conocí primero a los cormoranes no voladores de Galápagos, porque jamás había prestado atención a los cormoranes de Guayaquil, que sí vuelan, como la mayoría de cormoranes del planeta.

Sabía del manglar del estero Salado, sin entender su importancia ecológica, su rol como guarderías de crustáceos y peces, para acumular sedimentos y formar playas.

En Galápagos aprendí a reconocer el mangle rojo, del blanco, del negro, y luego en Costa Rica, y al otro lado del mundo, en Tailandia por ejemplo. Y las mismas especies habían estado siempre en mi propia ciudad.

En Baja California, me enamoré del árbol elefante, de su aroma especial, de la manera en que pierde las hojas en la época seca; y es el mismo género que nuestro palo santo, representante del bosque tropical seco que rodea mi ciudad natal.

Iba descubriendo cómo la flora y la fauna de distintos sitios, encantaba a los visitantes, y yo lo disfrutaba a través de sus ojos. Y con cada especie había la oportunidad de enviar un mensaje de conservación.

El libro abierto siempre estuvo frente a mí, yo solo me convertí en intérprete para los que como yo (antes de Galápagos), aún no han cultivado sus capacidades de ver, oír, oler la naturaleza.

Volví a Guayaquil, a recorrer el Malecón 2000, el Parque Lineal, Cerro Blanco, Cerro Paraíso, el jardín de mi padre. Ahora puedo apreciar especies que han poblado el área desde antes que el ser humano. Y hallé otros lugares y a personas, organizaciones, que trabajan incansablemente para proteger esa parte de nuestra ciudad y sus alrededores, tan olvidada y poco valorada.

Reconocí que el pájaro azul, o el rojo, en mi caso (el pájaro brujo), había estado siempre en mi propio jardín.

Así sucedió que Tylil y Myltil no lograron encontrar el pájaro azul de la felicidad por ninguna parte, mas una mañana despertaron en la casa paterna, y allí, en su propio hogar, hallaron el pájaro azul de la felicidad que en tantos sitios habían buscado inútilmente. (O)

nalutagle@yahoo.com

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