Diario de mochileros

25 de Marzo de 2012
  • Manolo Avilés en su “dormitorio” de hamacas en un bote carguero por el río Amazonas. Él resolvía el problema de obtener agua limpia en los puestos de salud.
  • El recorrido por el páramo de las provincias de Chimborazo y Cañar llevó a Erwin hasta los 4.400 metros de altura, rumbo a Ingapirca.
  • Christian Echeverría realizó sandboard en las dunas de Huacachina, un desierto que “surfeó” como si fuera un océano con olas.
  • Esta mochilera se aventuró a realizar parte de su ruta hacia Bolivia pidiendo aventón, como en este lugar cerca de Trujillo (Perú).
  • María Dolores Zapata ascendió a la cumbre del monte Fuji. Por considerársele sagrado, las mujeres tenían prohibido subir hasta 1872.
  • La ecoaldea Velatropa acoge a argentinos y viajeros del mundo con la filosofía de vivir de manera simple y ecologista, dice Ana (a la derecha).

Seis viajeros narran experiencias para motivar a otros a recorrer caminos reservados para las almas inquietas.

Manolo Avilés, 37 años, fotógrafo
Por el Amazonas

Creo que mi afición por mochilear nació cuando de niño iba a San José del Tambo (Bolívar), de donde es originario mi padre. Ir a la finca de mis tíos, pescar en el río y ver animales silvestres hizo que naciera esta afición a viajar y en especial de conocer la selva.

Pero recorrí unos 20 países como mochilero antes de decidir ir al corazón del Amazonas. Como fotógrafo quería realizar una exposición sobre el recorrido del agua de los nevados ecuatorianos hasta llegar al océano Atlántico.

Así que empecé con escalar los volcanes Cotopaxi y  Cayambe,  luego bajé la cordillera hasta llegar al Coca (provincia de Orellana). Allí tomé una barcaza que en diez horas de viaje me llevó hasta Nuevo Rocafuerte, junto a la frontera con Perú.

Al día siguiente ya estaba trepado en un peke peke (son canoas impulsadas por un motor con un largo tubo y al final una hélice).

Luego de una hora de viaje llegué a Pantoja, en Perú. Pregunté cómo llegar a Iquitos. El asunto funciona así: hay dos barcos cargueros que viajan entre Iquitos y Pantoja, toma 7 días de ida, y de regreso solo 6 por ir con la corriente.

Vale recalcar que en la selva no hay puntualidad ni formalidad, el reloj no existe, el barco puede llegar en dos días como en cinco.

Al tomar el barco –que me pareció una gran caja de zapatos– el capitán me prestó una hamaca. Los dos primeros días éramos no más de 20 pasajeros, pero al tercer día había más de 100, con hamacas por todos lados, debajo y encima de la mía, loros, tucanes, pavos salvajes, tortugas caminando en el piso y un niño con un mono.

Los días transcurrían con largas conversaciones con indígenas, colonos o mochileros. Y así pasaron cinco días hasta llegar a Iquitos, la ciudad más grande del mundo sin carreteras. De Iquitos a Tabatinga (Brasil) toma cinco días. Esta ciudad está unida a Leticia en la selva colombiana, y próxima a la isla de Santa Rosa (Perú).

A partir de ese punto los barcos son más cómodos y rápidos. Pude tomar una lancha rápida a Manaos, por lo que en dos días hice un viaje que tomaría cinco. En Manaos, la situación cambiaba, ya que era una ciudad grande con más de 2 millones de habitantes en la selva. Santarem (tres días de navegación) y Belem (seis días) me acercaron a la desembocadura del río Amazonas, en el océano Atlántico. Luego de casi tres meses de viaje, solo un viejo pescador estirando sus redes fue testigo de que había culminado mi gran travesía.

Erwin Larreta, 40 años, geólogo
Siguiendo los pasos del Inca

Tres días increíbles y extenuantes en el frío páramo andino, desde Achupallas (Chimborazo) hasta Ingapirca (Cañar). Así se resume el viaje que años atrás tuve la fortuna de liderar con una treintena de estudiantes de turismo de la Universidad Cristiana Latinoamericana.

Fue un viaje de exploración por una ruta que era parte de los caminos empleados por los incas, así que demandó una bien planificada preparación para llevar aquello que necesitábamos para soportar las caminatas en medio de las montañas.

Salimos en bus hacia Alausí, en la provincia del Chimborazo, para luego tomar camionetas que nos llevaron al poblado de Achupallas, donde nos hospedamos por una noche en una casa comunitaria.

A la mañana siguiente el guía nativo nos tenía preparados 30 mulas para que carguen parte de las mochilas, ya que mucho del camino sería colina arriba.

La primera jornada fue la más difícil, ya que caminamos como 18 kilómetros ascendiendo la montaña hasta llegar a una zona llamada Cuchicorral, donde pernoctamos soportando el frío a 3.200 msnm. El segundo día caminamos igual distancia, pero entonces nos tocó enfrentar una lluvia de granizo que hizo mucho más extenuante y helada la experiencia, que nos llevó hasta el punto más alto del recorrido, Quilloloma, a 4.400 msnm. Al descender atravesamos por una planicie llamada Cachapamba que servía de mirador natural de la maravillosa laguna Culebrillas, alimentada por angostos ríos que desde lo alto parecían largas culebras serpenteantes.

Esa noche llovió y al despertar en el tercer día vimos que nuestras carpas estaban cubiertas con una capa de hielo. ¡Imagínense!

Así seguimos por unos 15 kilómetros más hasta llegar a Ingapirca, en la provincia del Cañar. Esa fue una aventura que con gusto recomiendo y volvería a repetir porque nos invita a volver a nuestras raíces históricas.

Christian Echeverría, 31 años, marketero por internet
De la arena al Titicaca

En septiembre anterior realicé el Choko Trip (lo llamé así porque mis amigos me dicen Choko), que duró 17 días por el sur de Perú y parte de Bolivia. Como buen amante de la tecnología usé herramientas como Foursquare, Twitter y Facebook para mantener a mis amigos al tanto de mi viaje.

Arribando a Lima, Rubén Calderón (un pana que me acompañó) y yo agarramos bus a Ica, donde amigos del couchsurfing.org (comunidad virtual de viajeros) nos esperaban para llevarnos a los viñedos donde hacen el pisco. Muy cerca quedan las dunas de Huacachina, un oasis donde contratamos un tour para deslizarnos en carritos buggie por la arena como si fuera una montaña rusa. También hicimos sandboard (algo así como patineta o surf, pero en las dunas), lo cual puedes realizar de pie o acostado. Eso nos permitió ver el ocaso en las dunas, lo cual no tiene precio.

Aprovechamos las horas de distancia para no gastar en hospedaje y pasar la noche viajando en el bus. Así llegamos a Arequipa, hermosa ciudad a 2.300 metros de nivel del mar.

Allí lo mejor es ir al cañón del Colca. El tour de dos días te lleva a ver los cóndores, en un recorrido que te eleva a 5.000 metros de altura; para evitar el soroche tomamos té de coca, masticamos caramelos de lo mismo y llevamos pastillas Sorojchi Pills.
Continuando con el trip nos dirigimos a La Paz, en Bolivia, donde luego fuimos a Copacabana. ¡No es la playa en Brasil! Esto queda en el lago Titicaca.

Allí tomamos el tour para navegar a la Isla del Sol, que tiene mucha cultura y ruinas. Para subir a nuestro destino final que era Cusco y Machu Picchu, pasamos por Puno (en el lado peruano), desde donde zarpamos hacia las famosas islas de Uros, también en medio del lago Titicaca. Resultó fantástico conocer esas islas artificiales hechas con la fibra vegetal de la totora. Y algunas cabañas tenían hasta paneles de energía solar. Quedamos sorprendidos, y eso que aún nos faltaba Machu Picchu.

Katiusca Romero, 29 años, artista
Con su voluntariado

Siempre he amado los viajes. Y no me molesta hacerlos sola. Cada año escojo un destino y ahorro durante algún tiempo para poder despegar. El año pasado cumplí mi aventura en los paisajes de Perú (pasé un mes allá) y Bolivia (dos meses).

En Bolivia todo es barato y con un toque folclórico más fuerte que el ecuatoriano. Viajé en bus y pidiendo aventón, y como siempre vas conociendo gente. Muchos son viajeros que vienen desde el sur, de países como Chile y Argentina, que apuntan a nuestras naciones andinas. Por eso verlos es buena oportunidad para preguntarles por lugares que ellos recomiendan visitar, porque acaban de pasar por allí.

Así llegué a Rurrenabaque (departamento de Beni, noreste de Bolivia), un sitio con una naturaleza maravillosa, tan lleno de cultura, ya que allí habitan etnias como los chimanes, mosetenes, chamas y tacanas. Su parque natural se llama Madidi.

Como me dedico al arte, me gustó mucho Samaipata, en el departamento de Santa Cruz. Sus habitantes parecen tener una sensibilidad especial para el arte, que quizás la desarrollaron por vivir en ese pequeño pueblo de casitas coloridas y en medio de una zona natural con cascadas y colinas. Así lo noté porque cuando viajo siempre busco dar talleres gratuitos de arte a los niños, que parecen pagarme con una sonrisa. Es una manera de dejar parte de mi vida en los caminos.

Preguntar dónde puedo hacer mi voluntariado me llevó también a un finca orgánica en Chorolque, donde trabajé en huertos y aprendiendo sobre plantas medicinales y verduras. Chorolque es un pueblo donde se respira la minería, aunque la respiración puede complicarse porque se encuentra a unos 5.600 metros sobre el nivel del mar. Ahora mi próximo destino es la India, donde también espero dejar un voluntariado que marque mi paso positivo.

María Dolores Zapata, 24 años, estudiante universitaria
Bajo el sol naciente

Soy estudiante de Relaciones internacionales. Y en todo el 2010 viví en Japón gracias a una beca que obtuve para estudiar un curso de Estudios asiáticos.

En las vacaciones tomaba mi mochila para aventurarme en solitario a conocer el país.
Cada viaje fue mágico y se me facilitó porque un amigo me regaló el libro The hitchhiker’s guide to Japan (La guía del mochilero en Japón), que me dio información sobre caminos, atractivos y hoteles baratos, porque lo primero que siempre quieres hacer es ahorrar dinero.

Me impresionó la región norte, que se llama Tohoku, que es donde golpeó el terremoto y tsunami de marzo del año pasado.

Tohoku tiene un carácter rural con cantidad de hermosos templos del sintoísmo y budismo, que son las religiones que se practican allá.

El sintoísmo es la religión original del Japón, que adora a los kami o espíritus de la naturaleza. Y fue precisamente esa conexión con lo natural lo que encontré cuando ascendí al monte Fuji, en la zona central del país.

Subir a la cumbre toma unas ocho horas de caminata, pero yo lo hice en diez porque me quedaba admirando cada detalle que podía. Llegué a eso de las 20:00 a la zona turística en el cráter de la cumbre, donde opera un refugio para atender a los muchos viajeros que llegan cada día.

A esa hora ya no encontré espacio en ese lugar para pasar la noche, así que me tocó armar mi bolsa de dormir en un cobertizo con otros viajeros en mi misma situación. Lo interesante es que al amanecer presencié un espectáculo increíble.

Primero por lo fantástico que fue ver los colores del amanecer en esa cumbre a 3.776 metros de altura. Y segundo al observar la costumbre que tienen allí de abrazarse como felicitándose por estar compartiendo ese momento. Todos se abrazan, conocidos y extraños, en un ritual que celebra la vida, la naturaleza, la felicidad y el sol que se asoma en este hermoso país del sol naciente.

Ana Aguirre, 37 años, artista
El espíritu de la tierra

Desde que era muy pequeña sentí siempre el impulso de conocer nuevas culturas, gente distinta, idiomas diferentes.

Hace tres años decidí poner en pie mis sueños de viajar, y aunque los aviones no me desagradan, para mí nada se compara con recorrer las carreteras y cruzar desiertos, playas, montañas en bus; eso de asomarme en la ventana y casi poder palpar lo que está ahí a unos metros, el poder decirle al chofer, “aquí me bajo, señor”, y quedarme en lugares sin conocer a nadie y guiarte por el instinto de supervivencia, y por lo que otros amigos te han recomendado.

Quise olvidarme de lujos y privilegios, y escogí ser una total desconocida en los países por donde estuve: Perú, Bolivia y Argentina. Me fue demasiado hermoso, diría que “fantástico”.

En Argentina estuve casi dos meses. Lo que más recuerdo, con tanto cariño, fue el quedarme viviendo un mes en la ecoaldea Velatropa (en una ciudadela universitaria de Buenos Aires), conformada por personas hermosas, gente altruista que trabaja para hacer conciencia de cómo preservar los recursos naturales del ecosistema. Todo allí es supernatural, se vive realmente tratando de prescindir de las cosas que hoy en día se consideran “necesarias” para vivir cómodamente. Yo percibí que ellos son felices y viven realmente en armonía, sin lujos ni poses, muchos eran profesionales argentinos, y dedicaban las horas que les quedaban al trabajo en la aldea. Otros como Dorothy, una amiga francesa, viajan cada año en sus vacaciones para colaborar.

Con ellos estuve compartiendo y trabajando; recorríamos en bicicleta las amplias calles de Buenos Aires en campañas de reciclaje, y la mayoría de las personas ya sabían quiénes éramos y bastaba llegar en la bici para que ellos saquen cartones, papel y plásticos, además de verduras, frutas y vegetales para colaborar con la aldea.

Sé que el proyecto va para arriba, y eso me alegra. De ellos aprendí la dedicación, el amor y la compasión por todos lo seres y hasta por la mismísima tierra, que es tan fértil y nos brinda vida. Ese es el mundo que quiero conocer.

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