Historia de amor: Rompiendo fronteras

Por Paula Tagle
01 de Septiembre de 2013

“La historia humana de Galápagos está ligada, casi siempre, al amor. A veces los desenlaces han sido trágicos, o permanecen envueltos en el misterio. En muchas ocasiones han tenido el final feliz de un bello romance de película”.

La historia de los padres de Raquel Martínez Lara empieza en 1932, cuando su padre llega a San Cristóbal enrolado en el Ejército ecuatoriano. Junto con él arriban otros nueve hombres para trabajar en la pequeña guarnición de Puerto Baquerizo Moreno.

Los diez sucumben al amor. Uno a uno, sus corazones van siendo conquistados por jovencitas de la isla. Igual ocurre con Julio César Martínez, que se enamora perdidamente de Adela Lara Montero, de 14 años. Los diez hombres deciden pedir la baja y parten rumbo al continente en compañía de sus mujeres. Deben presentarse en Quito para realizar los trámites respectivos con el Ejército.

Mientras tanto, la joven Adela se queda en Guayaquil al cuidado de las cuñadas. Es su primera vez en una ciudad grande, lejos de su familia, y sin saber si el novio retornará, ni cuándo. Pero Julio César era un hombre de palabra y un hombre enamorado. No solo Adela le había robado el corazón, sino también la isla misma, por lo que decide regresar con ella a formar su hogar en Galápagos.

Primero se instalan en El Socavón, la chacra de la familia Lara, donde los padres de Adela, venidos desde Ambato, habían criado a sus hijos. Luego pasan al Progreso, que en aquellos años estaba más poblado que Puerto Baquerizo, y finalmente se mudan a este último porque don Julio decide dedicarse al mar. Nacido en los Andes, provincia de Cañar, Julio César aprende las artes de la pesca y construye un bote, el Nautilus. Para entonces su hogar tenía siete hijos.

En 1957, don Julio Martínez empieza a trabajar para la mina de sal de la isla Santiago (o San Salvador). En su pequeño bote lleva víveres de San Cristóbal a Santiago. Las condiciones son muy duras. Es una mina abierta, la gente se sumerge hasta las rodillas en este pozo salobre para recoger a punta de pala el material. Las horas con la piel expuesta a la sal y al sol producen en él una permanente afección cutánea, problema común a casi todos los trabajadores que alguna vez pasaron por la mina.

Seis o siete años laboró de esta manera, yendo y viniendo con provisiones, transportando a los empleados de vuelta a casa, que eran aproximadamente diez trabajadores, casi todos de la isla San Cristóbal. Raquel recuerda haber escuchado que uno de ellos no saldría de Santiago hasta que la mina cerrara definitivamente; permaneció recluido por al menos cinco años, creciendo una larga barba, tocando su guitarra.

Estas son las historias con las que creció Raquel. Ella esperaba ansiosa la vuelta de su padre para escuchar sobre sus nuevos descubrimientos en la navegación, sobre los animales de las islas, los cuentos de los cazadores de chivo, de las tortugas. Así transcurrió su infancia, soñando recorrer un día los mismos caminos.

Hoy, recién a los 56 años de edad, Raquel tiene al fin la oportunidad de navegar los mares de Galápagos, de posar sus ojos en la isla de la que oyera tanto hablar, Santiago. Descubre que las distancias entre isla e isla son gigantescas, más de lo que se había imaginado jamás. Comprueba con admiración y respeto la gran hazaña de su padre, un hombre de los Andes que en un pequeño barquito de pesca se atrevería a surcar estas aguas, por amor a su familia, amor a Adela.

nalutagle@yahoo.com

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