Benditos sean los hermanos

Por Ángela Marulanda
07 de Septiembre de 2014

Cuando éramos niños con frecuencia pensamos que tener hermanos era una desventura porque, si eran mayores, nos mangoneaban, nos gritaban, nos quitaban los juguetes o no nos dejaban jugar con ellos. Y si eran menores a veces eran un estorbo porque no solo nos acusaban sino que nos tocaba incluirlos en todo, prestarles nuestras cosas y compartir nuestros privilegios. Pero lo peor era que nuestros padres siempre se ponían de su parte en las peleas, aunque ellos fueran los culpables.

Por su parte, los hermanos mayores solían ser una tortura. A menudo creían que los pequeños éramos sus sirvientes y teníamos que hacer todo lo que nos ordenaban. Si no había quien nos defendiera nos pegaban o nos quitaban nuestras cosas, y cuando estaban con sus amigos, nos excluían de sus juegos.

Pero, a pesar de todo, nuestra vida sin hermanos nunca habría sido tan enriquecedora y emocionante. Ellos fueron nuestros socios en los juegos, nuestros defensores en los problemas con otros, nuestros compañeros en las buenas y nuestro apoyo en las malas. Además, por lo general fueron los que nos enseñaron a patinar, a saltar y a montar en bicicleta. Hoy, no solo son nuestros amigos, sino las personas con quienes rememoramos las locuras que inventamos, las vacaciones con los primos o las maldades que le hicimos a la prima soplona o a la tía solterona.

Dentro de unos años, cuando nuestros papás y abuelos ya sean parte de nuestra historia pero no de nuestra vida cotidiana, los hermanos serán con quienes podremos compartir el significado que tuvieron nuestros antepasados en nuestra vida. Y cuando nuestros padres sean ancianos y nos corresponda estar pendientes de ellos y ayudarlos, los hermanos serán los socios con quienes asumiremos la responsabilidad de hacer por ellos lo que hicieron por nosotros: cuidarlos y amarlos. ¡Benditos sean los hermanos!

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