La vaquita muerta: buscando el sustento

Por Paulo Coelho
02 de Octubre de 2011

“Todo lo que está delante nuestro nos ofrece una oportunidad de aprender o enseñar”. “Solo entendemos el mundo cuando entendemos las causas”.

Existen ciertas historias que circulan por internet de una manera casi obsesiva.  Un interesante intercambio se ha establecido entre los lectores y la columna, lo cual solo enriquece mi trabajo. La siguiente historia merece ser recontada:

Un filósofo paseaba por un bosque con un discípulo, conversando sobre la importancia de los encuentros inesperados. Según el maestro, todo lo que está delante nuestro nos ofrece una oportunidad de aprender o enseñar.

En este momento cruzaban el portal de  una granja que, aunque muy bien situada en un hermoso paraje, tenía una apariencia miserable.

-Vea este lugar –comentó el discípulo. –Usted tiene razón:  acabo de aprender que mucha gente está en el paraíso pero no se da cuenta, y continúa viviendo en condiciones miserables.

–Yo dije aprender y enseñar –retrucó el maestro–. –No basta constatar lo que sucede: es preciso verificar las causas, pues solo entendemos el mundo cuando entendemos las causas–.

Llamaron a la puerta y fueron recibidos por los moradores: un matrimonio y tres hijos, con las ropas sucias y rotas.
-Usted está en medio de este bosque y no hay ningún comercio en los alrededores –dijo el maestro al padre de familia–. ¿Cómo sobreviven aquí?

Y el hombre, calmadamente, respondió:
–Amigo mío, tenemos una vaquita que nos da varios litros de leche todos los días. Una parte de ese producto la vendemos o la cambiamos en la ciudad vecina por  otros tipos de alimentos; con la otra parte producimos queso, cuajada y mantequilla para nuestro consumo. Y así vamos sobreviviendo.

El filósofo agradeció la información, contempló el lugar durante algunos instantes y se marchó. En mitad del camino, dijo al discípulo: –Busca esa vaca, llévala hasta ese precipicio que tenemos enfrente y tírala abajo–.

–¡Pero si es el  único medio de sustento de aquella familia!
El filósofo permaneció mudo. Sin otra alternativa, el muchacho hizo lo que le  habían ordenado y la vaca murió en la caída.

La escena quedó grabada en su memoria. Pasados muchos años, cuando ya era un  exitoso empresario, decidió volver al mismo lugar, confesar todo a la familia, pedirles perdón y ayudarlos financieramente. Cuál no fue su sorpresa al ver el lugar transformado en una bella finca, con árboles floridos, coche en el porche y algunos niños jugando en el jardín. Se desesperó al pensar que aquella humilde familia había tenido que vender la propiedad para sobrevivir. Apresuró el paso y fue recibido por un casero muy simpático.

–¿A dónde fue la familia que vivía aquí hace diez años?, preguntó.
–Continúan siendo los dueños –fue la respuesta–.

Asombrado, entró corriendo en la casa, y el  propietario lo reconoció. Le preguntó cómo estaba el filósofo, pero el joven estaba ansioso por saber cómo había conseguido mejorar  la granja y situarse tan bien en la vida:

–Bien, nosotros teníamos una vaca, pero se cayó al precipicio y murió –dijo el hombre. –Entonces, para mantener a mi familia, tuve que plantar verduras y legumbres. Las plantas tardaban en crecer, así que comencé a cortar madera para su venta. Al hacer esto, tuve que replantar los árboles, y necesité comprar semillas. Al comprarlas, me acordé de las ropas de mis hijos y pensé que tal vez podía cultivar algodón. Pasé un año difícil, pero cuando la cosecha llegó, yo ya estaba exportando legumbres, algodón, y hierbas aromáticas. Nunca me había dado cuenta de todo mi potencial aquí: ¡fue una suerte que aquella vaca muriera!

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