Los pregones callejeros de Guayaquil

07 de Octubre de 2012
  • Pedro Chillagana es vendedor de frutas ambulante.
  • “¡Bota la piedra, bota la piedra!” grita esta vendedora.
  • Este gasfitero ofrece sus servicios en bici.
  • Ahora el cachivachero compra chatarra en una camioneta.
Texto y fotos: Jorge Martillo M.

Estas voces se niegan al silencio y siguen viviendo en las calles de nuestra querida ciudad.

Todos hemos escuchado estos pregones. En distintos tonos y voces de vendedores ambulantes. Sabemos que ahora no son como los de antes. Pero continúan siendo tan nuestros.

Leyendo Baldomera, novela de Alfredo Pareja Diezcanseco, uno conoce a la protagonista, esa negra gorda e inmensa –que existió realmente en el Guayaquil de 1920–. Ella colocaba su fogón en el barrio Boca del Pozo y pregonaba: “¡Las empanadas calientes! ¡Se me acaban los muchines! ¡Carne en palito, señor!”. Y cuando veía que se acercaba un borrachito, hecha la pícara gritaba: “¡Muchines para la juma!”.

El cronista Rodrigo Chávez González en Estampas de Guayaquil (libro publicado en 1950) al referirse a los vendedores ambulantes de esos años, comenta que son simplones o groseros. No como los anteriores que se inventaban pregones finos y chispeantes. Por ejemplo, cuenta del serrano que vendía frutas y cuando veía en la ventana a una muchacha bonita, tirado a galán voceaba: “¡Qué caras más lindas de manzana! ¡Qué manzanitas! ¡Pero qué caras! ¡Qué caritas!”.

Escenario actual

El primero que entra a escena es el periodiquero con un cerro de diarios en su bicicleta, los va lanzando al patio de sus clientes. Por ser tan temprano marcha sin pregón alguno. Pero en estos tiempos, ya antes de medianoche, los diarios del siguiente día están impresos y son ofrecidos por los canillitas ‘lechuceros’ que pregonan: “Venga, lea el periódico de mañana”.

La mañana avanza. Antes, cuando se cocinaba en fogón, el carbonero anunciaba su llegada, golpeando una campana. Ese personaje, todo tiznado de negro y empujando su carreta, casi ha desaparecido. Pero ahora en las barriadas se escucha una bocina y después una voz: “!Gas, gas, gas. Para cocinar el gas!”. El que grita es un motociclista que hala un carrito repleto de cilindros de gas doméstico.

Asimismo, los vendedores de frutas y verduras recorren la ciudad en camionetas o en triciclo. Ellos ya no pregonan a grito pelado. Anuncian sus productos con altoparlantes que funcionan con una batería de arranque.

Otro personaje que asoma por barrios y ciudadelas es la versión contemporánea del cachivachero que empujando su carretilla compraba periódicos viejos, botellas vacías y trapos pero limpios. El actual va a bordo de una oxidada camioneta y mientras maneja, perifonea su pregón: “Le compramos televisores, radios, batidoras, refrigeradoras. Todo artículo dañado que tenga en su casa le estamos comprando. Batería, llantas usadas de carro, fierros viejos, motores quemados”. Atrás, en el balde, viaja un “oficial” atento al llamado de algún vecino o ama de casa que quiera deshacerse de algún objeto que le estorba.

Esta mañana de octubre, recuerdo cuando el cebichero se anunciaba con un silbido largo como una serpiente y se plantaba en la esquina con su balde de humeante encebollado. Llenaba los platillos plásticos con harta yuca y poquitas tronchas de albacora. No faltaban los frascos de ají y de limón, prestos para condimentar ese potaje mañanero.

Ahora con los numerosos quioscos y cebicherías son pocos los cebicheros ambulantes. Aunque existen. Como un par de esmeraldeños que se ubican en el portal de Colón y Pichincha, plena Bahía. Los comensales son convocados con un pregón cobero: “¡Pica y tiempla! ¡Habla con tu encebollado! ¡Un yanqui y el mixto dólar y medio. Pide tu troncha!”. Nunca falta el gracioso que en alusión a una posible tifoidea le pide: “Pásame una muerte lenta”.

La mañana avanza. Se escucha una voz que solo dice: “Gasfiteeero, el gasfitero, gasfiteeero”. Él pedalea su bicicleta y en la parrilla va su pesada caja de herramientas de la que sobresale el destapador de cañerías.

Un pregón que extraño y que ya no se escucha, prometía: “¡Reparo camas y colchones. Duerma bien. Reparo camas y colchones!”. El hombrecito que arreglaba esas antiguas camas de somier y colchones de lana de ceibo, iba provisto de agujetas, piolas y resortes.

Por la mañana, como por la tarde, una apetitosa propuesta que no muere es aquella que dice: “Hayacas. Humitas. Bollos de pescado”. El vendedor viaja sobre una bicicleta. Atrás, va una canasta cubierta con un plástico para mantener calientitos esos potajes. Uno abre esas hojas, de choclo o plátano, que cubren a la deliciosa masa y escapa el olor de ese manjar criollo. Uno inmediatamente está conquistado.

Bollos, ‘brochas’ y ‘piedras’

Les cuento que la otra tarde por el barrio Cristo del Consuelo, escuché un grito que parecía de dolor y llamó mi atención: “¡Me quema la mano, me quema la mano!”. Alarmado mire hacia donde brotaba esa dolorosa exclamación. Era un hábil vendedor que con ese pregón convocaba a los transeúntes para venderles sus bollos bien pero bien calientitos.

Asimismo, un domingo paseando por el Mall de los Pobres, o sea, la Cachinería del Suburbio –bautizada así por el artista gráfico Walter Páez-, una mujer gritaba imperativamente: “¡Bota la piedra, bota la piedra!”. No era una violenta manifestante popular. Era una doña que ofrecía una bebida a base de sábila, boldo y linaza, que dizque servía para expulsar los cálculos renales. Algunos, a cambio de un dólar, adquirían su botella con ese remedio casero y natural.

Por la tarde, en la puerta del Puerto Marítimo, un hombrecito ofrece a voz en cuello: “!Brocha china, amor salvaje! ¡Dispara con tu Colt 45!”. Y algunos machos, entre broma y broma, adquirían esas supuestas soluciones a sus debilidades sexuales.

En las afueras del colegio Eloy Alfaro –ciudadela Nueve de Octubre–, un avasallador vendedor de ciruelas, mangos, grosellas y demás frutas de temporada, pregona: “¡Bueno, barato y fiado, así es como le gusta a la gente de este barrio!”.

En Guayaquil a gritos. Pregonando y vociferando, la ciudad cuenta su historia viva.

  Deja tu comentario