Un paseo por el bañado: La enseñanza del yacaré

Por Gonzalo Peltzer
11 de Agosto de 2013

“¿Cambiará por fin nuestro pensamiento para no comernos los humanos entre nosotros y hacer carteras y zapatos con nuestra propia piel? Falta tiempo todavía en esta Arca de Noé que es el planeta”.

Hace apenas dos semanas estuvimos vagando con unos amigos y sus hijos en los esteros del Iberá, en la provincia argentina de Corrientes. Los esteros son un inmenso bañado de más de un millón de hectáreas en el que no hay gente: solo agua y caimanes, además de víboras curiyú (boas), carpinchos, aguarás, venados y 360 especies de pajarracos de todos los colores y tamaños. Solo hay gente –poca– en las costas del bañado, pero el estero es una descomunal laguna enmarañada de plantas acuáticas e islas flotantes en la que cualquiera se pierde. El paisaje cambia cada día porque, ya se sabe, en el agua todo se mueve.

Entramos al estero desde la estancia de unos amigos en Galarza, adonde llegamos después de recorrer 80 kilómetros de caminos de la arena suave que alguna vez fue el lecho del río Paraná. Cuando volvimos del pantano nos resucitaron con guiso tropero, empanadas y vino tinto. Allí, adentro del Iberá, los yacarés te miran como si no pasara nadie, los carpinchos se hacen los osos y las víboras duermen su digestión al sol sin inmutarse (yacaré es como decimos en la Argentina al caimán). La distancia de protección de estos animales es casi nula. Saben que estos otros animales que andan vestidos y hablan entre ellos no los van a tocar. Pero los que lo saben son las nuevas generaciones: las anteriores que se animaron al ser humano ahora son zapatos y carteras.

Hace casi 50 años ya andaba por estas lagunas, pero del otro lado del Iberá. Entonces para bañarnos tirábamos primero piedras al agua para espantar las palometas que muerden como las pirañas. El campo era salvaje y los peones iban armados por si aparecía una cuenta pendiente o un animal para almorzar. El agua sabía a hierro y a la noche pateábamos los sapos cururú que se apilaban debajo de las luces para cenar insectos del tamaño de mi llavero. Entonces, para ver un yacaré de cerca había que ir al zoológico. Reptaban en un lodazal asqueroso formado por la orina y la bosta de los hipopótamos. Apenas se veían los ojitos que asomaban tristes de esa cloaca hedionda. Alguien los había cazado y vendido a la Municipalidad de Buenos Aires, que compraba comida podrida al precio del Maxim’s de París para alimentar a sus huéspedes.

En estos 50 años los animales no cambiaron y la naturaleza tampoco (en términos de evolución esos cambios se dan en millones de años). Sí cambiamos los hombres, pero no nuestra naturaleza –que también necesita millones de años– sino nuestro pensamiento. Y los pobres bichos, que solo tienen instinto, se dieron cuenta de que aprendimos a convivir en esta barca sorprendente que es el planeta. En ella navegamos juntos por los milenios, como en la época de Noé.

¿Cambiará por fin nuestro pensamiento para no comernos los humanos entre nosotros y hacer carteras y zapatos con nuestra propia piel? Falta tiempo todavía en esta Arca de Noé que es el planeta.

gonzalopeltzer@gmail.com

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