VII Bienal de Berlín
La ciudad favorita de los artistas, Berlín. Arthur Zmijeski, creador polaco y director de la última edición de la bienal de arte contemporáneo, arremete contra todo esto.
La atmósfera en el KW (Kunst-Werke), centro de arte contemporáneo de Berlín, podría ser descrita tal y como Herny David Thoreau contó sus días fuera de la civilización en Walden, o la vida en los bosques (1854).
El ensayo relata dos años de la vida solitaria del filósofo estadounidense y su función como manifestante sobre la posibilidad de descartar la vida en la sociedad industrial, la posibilidad de experimentar algo más que la ansiedad modernista.
En el KW de Berlín, institución reconocida como plataforma progresista en cuanto a los discursos y prácticas en el arte, se revela un alejamiento radical a sus tareas usuales. El edificio está forrado con pancartas políticas, la entrada principal invita a los espectadores a la Occupy-Biennale, la bienal ocupada. Asentada del 27 de abril hasta el 1 de julio principalmente por los reclamantes de varias ciudades –Nueva York, Madrid, Fráncfort, El Cairo– con el fin de hablar de otra cosa, menos de arte.
Este vuelco contra el disfrute intelectual del arte, como se había entonces tratado hasta ahora, es al final algo que no le ha tomado por sorpresa a ninguno en Berlín. La pérdida de entusiasmo escala poco a poco, la sobrepoblación de jóvenes estudiantes de arte produce objetos mudos, incoherentes a lo que pasa en la ciudad.
La crítica a las instituciones se ha estancado también y una medida agresiva como la que ha tomado Arthur Zmijeski es casi la única medida para tomar aire y revaluar las prácticas artísticas en capitales como Berlín. Las anomalías dentro del curso de la bienal comenzaron durante la rueda de prensa, donde el salón no fue dividido entre podio y público, sino en un círculo democrático. Zmijeski habló de manera abstracta sobre el evento, para dar paso a los manifestantes a cambiar el curso de la rueda de prensa a un espacio de discusión.
Los jóvenes protestan
“¡Hay que cambiar el sistema! ¡Hay gente desempleada en las calles! ¿Qué hacen los medios de comunicación contra aquello?” fueron algunas de las declaraciones de los jóvenes frustrados. Periodistas fueron confrontados con su propia responsabilidad como mediadores de información. Muchos de ellos se levantaron y se fueron, los camarógrafos del canal Deutsche Welle no sabían a quién apuntar, críticos de arte se esforzaron por no tomarse aquella acción como un ataque personal.
El riesgo de que la causa política se devaluara en su propia banalidad fue evidente, el contraste entre jóvenes sin argumentos concretos y redactores e intelectuales confundidos no dio para discusiones de mayor profundidad.
En la villa Elisabeth, anteriormente una iglesia, el artista Pawel Althamer invitó a todos los visitantes a pintar en las paredes del lugar de exhibición. Tal como los ‘indignados’ (nombre de los reclamantes en España) dentro del centro KW, Althamer propone un mural como manifestación colectiva. Una alegoría de la desobediencia civil, no la desobediencia misma. El grafito, como se sabe, ya cumple esa función de libre albedrío en las ciudades.
El alemán periódico Die Zeit describió la acción como la reacción como característica de la figura del artista sensible, quien invadido de una gran nostalgia pretende agredir la actual empresa de espectáculo en el mundo del arte.
Joanna Warsza, cocuradora de la bienal de Berlín, asegura que la nueva ideología de la escena del arte en Berlín es el political correctness o ser políticamente correcto, una posición muchas veces llena de cinismo que tiene como interés mantener el mercado de arte en movimiento.
Posiciones encontradas
Contra esto, propone Warsza, hay que dejar de ver al artista como un ente inútil, ya que su función es comparable a los activistas y trabajadores sociales, encargados de la educación y formación cultural de los ciudadanos.
“Por lo general muestran curadores y curadores obras que a ellos les gustan. Nosotros, sin embargo, presentamos posiciones con las que no necesariamente simpatizamos, pero que consideramos políticamente relevantes”, agrega Warsza.
La bienal toma con esto una forma similar a los eventos de arte que se vieron afectados por crisis políticas en su tiempo. Está, por ejemplo, la participación del artista alemán Joseph Beuys dentro de la Documenta en Kassel, cuyo trabajo se concentró en un buró de organización para una democracia directa a través de la votación del pueblo en 1972 y la plantación de 7.000 árboles como motivo de transformación y organización de la ciudad, acción que estuvo relacionada con la reconstrucción de la ciudad Kassel luego de la Segunda Guerra Mundial. En 1974, la bienal de Venecia suspendió la exposición de obras debido a las protestas de jóvenes contra la dictadura de Pinochet en Chile.
Pero ¿cuál es el motivo hoy de las protestas? ¿El monopolio de los bancos y el poder en Wall Street, de Nueva York? ¿O la violación de derechos humanos en Siria? ¿El desempleo masivo en España? ¿O el impedimento de que se siga produciendo energía nuclear y sus bombas? ¿Es acaso deber del arte responder a todos estos problemas?
El público actual se queja de la falta de “nuevas formas” en el arte y la ya aburrida repetición de medidas tomadas anteriormente. Mientras tanto, el Gallery Weekend, el “fin de semana” de galerías berlinesas, tuvo lugar un par de días luego de la apertura
de la bienal.
Aquí no solamente se albergaron los diletantes, los coleccionistas, galeristas y demás curadores que pretenden seguir acompañando las prácticas reflexivas y estéticas del arte, sino los artistas que buscan en la poetología visual repensar la responsabilidad social no solo de las instituciones culturales, sino de cada espectador.
Este es, sin embargo, un verdadero reto contra la extinción de la operación del mundo del arte: en Berlín hay cada vez más para ver –este año son 59 galerías en total–, más para discutir, más para consumir. Un agobio para los que quieren entender el mundo desde un solo escenario.