Libro abierto
Su nombre siempre estuvo casi oculto por la fama de su marido... Paulette Rendón vive ahora en sus conmovedoras memorias.
Dirigiéndose a Paulette, el pedido de la pequeña Hélène fue: “Cuéntame, mamá, de cuando eras una niña”. La madre fue Paulette Everard Kieffer de Rendón, quien nació en Monthermé, Francia, en 1902, y murió en Vila Viçosa, Portugal, en 1983. El resultado de esta petición fueron cientos de páginas mecanografiadas en francés y que casi tres décadas después salen a la luz en Guayaquil con el título Cuéntame, mamá.
Paulette residió en Ecuador muchos años y terminó casada con el pintor Manuel Rendón Seminario, con quien vivió un tiempo en una casita de caña y madera en San Pablo, junto al mar. Según Annabelle Nebel –traductora del libro–, en nuestro país “hizo su hogar en diversas oportunidades, construyó amistades entrañables, se movió en los círculos culturales del país y retrató con palabras una de sus regiones emblemáticas: el archipiélago al final de los años 30”: en 1946 la Casa de la Cultura Ecuatoriana publicó Galápagos, las últimas islas encantadas.
Décadas atrás, en una casa del barrio Las Peñas de Guayaquil, Marcia Gilbert de Babra recibió de manos de Paulette –“amiga heredada de mi tía Araceli Gilbert, la pintora”– un sobre manila que contenía el testimonio que finalmente fue publicado por la Universidad Casa Grande y el Municipio de Guayaquil en 2017. Cuéntame, mamá es la carta de Paulette a su hija Hélène, cuando esta ya había muerto por enfermedad.
Madre e hija
El contexto de la redacción de estas páginas es conmovedor debido a un divorcio traumático que Paulette trata de explicar a su hija. Por eso, antes de entrar en materia, la escritora requiere de un preámbulo para transmitir el sufrimiento, primero, de la separación de Hélène de su madre Paulette y, después, de la misma muerte temprana de la destinataria de la carta. Paulette responde al encargo de su hija, pero también a ella misma.
Como sucede en toda historia realista, este libro es el cuento de una muchacha campesina que crece en medio de limitaciones, acompañada por una abuela malvada; de allí el drama de la orfandad, el divorcio de los padres, la injusticia desde su corta edad... De mujer a mujer, Paulette transmite sus desdichas desde el comienzo de su vida conyugal, hasta que nació Hélène.
El padre de Hélène –el marido del que se separa y quien se queda malamente con la custodia de la niña– era un hombre falso y egoísta, poeta de profesión. En esta parte el relato cobra un encantador dejo antiintelectual: “Casi siempre el escritor es un ser en sus escritos, otro en la vida cotidiana. Cuánta falsedad puede haber entre uno y otro; qué orgullo alimenta el escritor. Todo le es permitido pues se cree superior y, si su imaginación alcanza cierta belleza, hay que vivir con él para conocer lo que esconde esa belleza. Como bien se ha dicho, en muchos casos es preferible leerlos antes que estar con ellos”.
Pobreza y guerra
De chica, obligada por las circunstancias a vivir con sus abuelos –la madre de Paulette había ido a París en busca de un mejor trabajo–, pasa sus días en el campo junto a una abuela que le guarda antipatía, y que la azotaba por cualquier error, y a un abuelo que trata de acogerla lo mejor que puede. La violencia familiar que sufre es tan lamentable como los movimientos de tropas de la Primera Guerra Mundial, que siente en carne propia con el reclutamiento de jóvenes franceses y, luego, con la invasión alemana. Pero Paulette encuentra en el campo motivos para cobijar la esperanza de un milagro. Dice Annabelle Nebel: “Impactantes como resultan tantas tribulaciones, también impresiona su pasión por el mundo natural”.
Enfermiza y acostumbrada al trabajo –lavaba su ropa desde los 5 años–, Paulette rememora con cariño lo que vivió con tantos sobresaltos: “En casa de la gente pobre que vive de su trabajo, los niños comparten los sufrimientos y las desdichas de los adultos. El espacio es estrecho, todos están apretujados, no hay privacidad, nadie tiene un sitio propio, el dinero es escaso, la menor cosa es una complicación que se discute delante de ellos. Entre la enfermedad, el sufrimiento de uno u otro, toda la familia padece o se enerva”.
En sus palabras vivaces, la pobreza parece igual en todas partes. “Nunca supe lo que era vivir una niñez despreocupada”, dijo; además: “yo era una niña desdichada, siempre triste, sufrida y ansiosa”. Al cerrarse las escuelas por causa de la guerra, los niños pasaban al aire libre. Paulette saciaba sus ansias de jugar con la rayuela, las canicas, los aros metálicos, las cometas, el hacer brincar piedras en el río, el trompo, las pelotas de trapo, la perinola… Paulette pudo haber sido cualquier niño del Guayaquil de antes.
Cuéntame, mamá registra las penurias de la pobreza (caminar kilómetros para comprar leche, hacer fila para comprar el pan, estar internada en una escuela para niños pobres, sufrir de soledad y tristeza) y también los pequeños resquicios de alegría que le llegan a la niña Paulette (las ferias, los juegos, las escapadas por los bosques). Este libro es también un permanente testimonio del amor que Manuel y Paulette se profesaron. “Siempre he querido que se me pueda leer como un libro abierto, así como hubiera querido que los demás fuesen igualmente sin dobleces”, escribió Paulette. Cuéntame, mamá es un libro abierto sin dobleces.
Paulette según Marcia Gilbert de Babra
“¡Paulette!... Paulette era cosa seria. Una fuerza de la naturaleza, dirían algunos, autenticidad arrolladora, sensibilidad siempre a punto de estallar, percepción extrasensorial magnificada, incisiva inteligencia, gran gran capacidad de afecto y desprendimiento, sencillez campesina con sabor a tierra pura, un ser sin carapacho protector emocional, eso sí… sofisticación intelectual, artística, refinada y crítica”.
“Paulette era una especie de precursora del cambio climático y ecologista. Sus herramientas no eran científicas ni elaboradas con información sólida de ningún origen confiable. Era su agudísima percepción, su íntima comunicación con la naturaleza y sus elementos; lo sentía a través de sus sentidos. Y en su accionar era consecuente con ese sentimiento y con esa reverencia a lo bello que caracterizó su vida. Por eso, en la casita de San Pablo no había luz eléctrica”.