Siargao: Surf y serenidad

07 de Julio de 2013
  • Siargao (Filipinas) tiene uno de los mejores lugares para los surfistas: Nube 9.
  • Los jeepneys son medios de transporte público en Filipinas. Fueron originalmente hechos con jeeps abandonados en la Segunda Guerra Mundial.
  • Siargao brinda verdaderos paisajes idílicos. Llegar a los lugares turísticos se convierte en toda una aventura por su lejanía.
Texto: Ondine Cohane / Fotos: Jes Aznar (The New York Times)

Un viaje a una remota isla en el océano Pacífico descubre un paraíso tanto para turistas como para los amantes del deporte sobre olas.

Estábamos frente a una pagoda de madera curada, ubicada en un mar de esmeralda, a la perfecta distancia a nado de una playa privada, bordeada de cocoteros. El mahi-mahi asado que llegó apenas una hora antes en una banca, una lancha filipina para pescar, estaba sazonado con calamansi (una fruta cítrica originaria de las Filipinas), servido con berenjenas y calabazas asadas de la granja orgánica del centro turístico, acompañado con una botella de vino blanco fresco.

A unos pasos del pabellón del restaurante estaba nuestra villa, con una cama enorme cubierta por un mosquitero blanco, una ducha abierta, rodeada de piedrecitas blancas y brillantes de la localidad, y sofás cama que se columpiaban al aire libre. El aporreo de una inolvidable sesión de surf horas antes hizo que fuera todavía más atractiva la idea de retornar a semejante alojamiento de lujo.

Estábamos en Siargao (se pronuncia shar-gou), una isla en forma de gota, que apenas si es una de las más de 7.000 que son parte de las Filipinas, y el refugio más al sur para los viajeros antes de llegar a la región menos estable políticamente de Mindanao. Ni los filipinos conocen tan bien la isla, localizada del lado del Pacífico. Antes de que se inaugurara el aeropuerto en el 2011, había que transportarse toda una noche por ferri desde Cebú (a la que Magallanes puso en el mapa cuando desembarcó en ella en 1521). Ni así es fácil llegar a ella: el viaje de dos vuelos y aproximadamente cuatro horas desde Manila (incluida una escala en Cebú) solo parece un itinerario parte del año debido al tiempo volátil.

Sin embargo, los surfistas conocen la isla, en gran medida, por su legendario rompiente llamado, encantadoramente, Nube 9. Se ubica en el firmamento de las mejores atracciones en el circuito mundial, un monstruo rápido y potente debido al agua que entra desde la fosa de Filipinas en el océano Pacífico. En el otoño, la llegada del habagat, un sistema climático alimentado por vientos del sudoeste y corrientes orientales, crea tubos todavía más monumentales. La sabiduría popular local reconoce a un narcotraficante convertido en surfista como la persona que puso a la Nube 9 en el radar, y, en las décadas desde entonces, ha atraído a profesionales mundiales para un torneo internacional auspiciado por compañías como Billabong y Quiksilver. A lo cual siguió un pequeño sector de casas de huéspedes, bares y escuelas de surf, estilo hippy.

Ya se había despertado mi interés en la isla. Ha sido invariable que encuentre en mis viajes que los surfistas llegan primero a las mejores playas antes del turismo del mercado masivo. Y, entonces, oí hablar de la inauguración del centro turístico Dedon Island, una reluciente propiedad con nueve villas. La estancia incluye el menú completo, con deportes de aventura que van desde el surf hasta la pesca en mar profundo, y tiene servicios como cine al aire libre y chef privado que usa productos orgánicos de su granja. Sin embargo, también tenía un precio de $ 1.600 la noche por dos personas (las tarifas han bajado un poco desde entonces) y un sitio web en el que se usan términos enigmáticos como “laboratorio de vida al aire libre”.

Periplo por un ‘jeepney’

Me preguntaba quién tomaría dos avioncitos desde la capital filipina para gastar esa cantidad de dinero en una isla que muy probablemente no pudieran ubicar en un mapa. Para averiguarlo, salimos del pequeño aeropuerto de Siargao y seguimos a una mezcla internacional de mochileros jóvenes y tipos de surfista en un avión de hélices hasta la flotilla de jeepneys (un transporte colorido, que se encuentra por todas partes, y es parte autobús, parte cacharro) que esperaba.

Armados a partir de lo que fueron jeeps del ejército estadounidense y partes sueltas, se mueven a velocidades alarmantes, mientras el pasajero cuelga de las puertas abiertas y el equipaje va peligrosamente en el techo.

No obstante, el de Dedon no se parecía a ningún jeepney que hubiera visto. Estaba emperifollado con cromo parecido a un espejo y pintura brillante color crema, equipado con asientos de tejido de rizo que parecían camastros de playa, con música instrumental y bocadillos de coco y piña secos. Mientras avanzábamos, Marlo, un surfista residente que también recibía a los visitantes, señaló hacia un enorme carabao con el que araban arrozales verde brillante, a un lado, y del otro, chocitas con techo de paja para pescar, suspendidas a la orilla del agua. Ya había terminado la escuela por ese día y los niños nos saludaban con la mano en la parte de atrás de las motocicletas de sus padres cuando cruzábamos una pequeña aldea. Luego, nada más que playas vacías, de arena blanca que parpadeaba entre los grupos de palmeras inclinadas.

Cuando llegamos a las enormes rejas de la entrada a Dedon, al final de un largo camino de terracería, quedó claro que no se trataba del alojamiento habitual de los surfistas. Sillas tejidas que parecían nidos de enormes aves colgaban de los cocoteros, había una cama elástica rodeada por un enrejado y enormes villas en el tradicional estilo de madera, conectadas por pasarelas elevadas que atraviesan jardines llenos de plumerías en flor y orquídeas silvestres. Por un lado, una alberca y una playa apartada ofrecen vistas del mar y las islas; por el otro, los canales de lagunas de mangles eran la entrada a unos apartados para andar en kayak.

Después de cenar, descansamos en sofás enormes y escuchamos una lluvia suave caer sobre el techo. (Era febrero, lo último de la temporada de lluvias).

El futbolín junto a nosotros era un recordatorio del génesis del centro turístico. En el centro de Dedon está Bobby Dekeyser, una exestrella belga del fútbol, quien sufrió una lesión a los veintitantos años que terminó con su carrera, por lo que se dedicó al negocio de los muebles elegantes para exteriores y produjo piezas en Cebú, conocidas por su tejido de alta calidad. Una vez ahí, descubrió a Siargao durante un viaje y decidió hacer de la propiedad una exhibición de sus diseños, así como una introducción a su Shangri-La personal. El resultado es exactamente lo que se anuncia: una especie de campamento de lujo para quienes quieren tanto aventuras de altura como diseño de altura, y tienen el dinero para disfrutarlos en un sitio tan aislado.

Reserva ecológica

“Los dos somos muy activos, y en una semana fuimos a andar en bicicleta de montaña, a hacer surf de remo en el ocaso, practicar wakeboard en los manglares y surf en mar abierto”, contó Tania Reinert, una huésped de Hong Kong. “Es uno de los pocos lugares al que todavía te tardas en llegar, y realmente se siente remoto, basado en culturas de pesca y agricultura”.

Siargao es, en efecto, la entrada a una región particularmente hermosa y conservada de islas y cultura isleña. Aprovechando una mañana clara, Sean, nacido en Kenia y gurú de las actividades en el centro turístico, nos llevó en un recorrido en lancha. Pasamos por Pansukian, apodada la Isla Desnuda, y por Guyam, en realidad, un cocotal rodeado por el mar. En una más grande, llamada Daku, con una playa de arena muy fina, los pescadores remendaban las redes, los niños nos mostraban sus barquitos de madera pintados de colores brillantes, y los gallitos llenaban periódicamente los patios frontales de la aldea. Los lugareños atiborran las estructuras de madera ubicadas a lo largo del cabo los fines de semana, nos contó Marlo, pero este día entre semana estábamos solos.

Fue difícil imaginar que tal belleza siga sin desarrollos en otras partes de Asia, y, de hecho, el congreso filipino aprobó una ley para proteger a Siargao y las islas periféricas como parte de una reserva ecológica.

Después de digerir un picnic playero, el cielo se puso ominosamente gris, así es que nos dirigimos rápidamente hacia el rompiente, donde habíamos planeado probar nuestras habilidades oxidadas. Vacilante, me puse de pie en la siguiente ola, pero no llegué lejos antes de tragar un montón de agua salada. Sin embargo, después de varios intentos, logré un ritmo más suave. Pronto, comenzó a llover, pero nuestro grupito siguió atrapando el oleaje en aumento. Después, íbamos sentados en la lancha de motor de Dedon, cubiertos con toallas, temblando por el océano y la lluvia, bebiendo agua fresca de coco; agotados pero felices.

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