Carnavaleando en Bahía: Fervor y vértigo

03 de Febrero de 2013
  • El carnaval de Salvador de Bahía es una de las mayores fiestas del mundo. En los seis días de duración sus calles se convierten en una pletórica fiesta.
  • La atracción principal del carnaval son los tríos eléctricos, enormes camiones con luces y sonido, en donde cantan y bailan alguno de los conjuntos bahianos de moda.
  • Durante el carnaval solo existe música, baile, fiesta y una que otra manifestación de alegría de los participantes.
  • Los entusiastas carnavaleros recorrieron los tres circuitos de la capital bahiana: Barra-Ondina, Campo grande y Pelourinho.
  • Los bahianos se preparan para el festejo. Adultos y pequeños forman parte de la celebración.
  • Este carnaval cuenta con varias diferencias estructurales con el de Río de Janeiro. Pero la esencia tradicional del mismo permanece intacta.
Texto y fotos: Paula Tagle, especial para La Revista

Se calcula que un millón de personas visita Salvador de Bahía. Las altas temperaturas del ambiente se combinan con el calor que hierve en la sangre de sus visitantes.

El año pasado visité esta ciudad brasileña. Del aeropuerto fui directo a Pelourinho, el centro histórico de la urbe, declarado por la Unesco patrimonio de la humanidad. Las calles están relativamente vacías, recién barridas; son las nueve de la mañana y el sol ilumina con alegría estas casitas antiguas, de color pastel, decoradas con banderines y cintas del “Senhor de Bom Fim” (Señor del Buen Fin). Calzadas de piedra, veredas angostas, un encanto de arquitectura que me trae recuerdos de Doña Flor y sus dos maridos. Es muy temprano aún para la fiesta. Más bien, apenas ha terminado la del día anterior.

A las tres empezó a llenarse de gente, los niños van disfrazados y juegan con espuma de carioca. Blocos carnavalescos aparecen por las esquinas tocando básicamente instrumentos de percusión con ritmos africanos. Los blocos (bloques) son comparsas que desfilan de manera semiorganizada, vistiendo disfraces o trajes similares.

Hasta aquí una experiencia apacible, luminosa y mágica. Pero en Salvador hay varias formas de vivir el carnaval. Para una primera inmersión en esta cultura ajena, elijo caminar tras el bloco de los Filhos de Gandhy (los Hijos de Gandhy).

Por el nombre imagino que será un grupo de gente de ideales sublimes. Lo conforman únicamente hombres, de edades diversas, visten túnicas blancas salpicadas de diseños azules, con turbantes de tela toalla, los brazos musculosos siempre a la vista y muchos collares. Es el primer bloco porque va “limpiando” la calle con cantos y perfumes de lavanda.

Los Filhos caminan a su sitio de encuentro. La calle está en una colina y desde lo alto veo este manto blanco extendiéndose al menos cinco cuadras. ¡Siento vértigo! Voy a ser parte de una masa, un propósito, una sola alegría. Quiero llorar de la emoción; también siento miedo.

Me parece extraño, sin embargo, que los Filhos vayan llenos de cerveza; no armoniza con mi idea preconcebida. Una vez en el grupo entiendo que esto no es exactamente una marcha por la paz, es sencillamente carnaval. Los Filhos ostentan sus atributos ante las chicas, que aceptan largos besuqueos a cambio de collares azules. Es parte de la fiesta, y no tengo ningún derecho a juzgarla. Más bien me siento mojigata y retrógrada, ¡pero hay del que se atreva a tocarme! Así que paso las siguientes dos horas en tensión, mirando al piso, bajo la lluvia, porque sé que si apenas levanto la vista, un Filho me puede caer encima. ¡Y no dan tiempo para selección alguna! Son pura testosterona en exhibición.

Al día siguiente el plan es seguir al trío eléctrico de Chiclete com Banana. Esta manera de vivir el carnaval surgió en el noreste del país y consiste en un camión adaptado con aparatos de sonido que presenta música en vivo. Alrededor del vehículo y atrás del mismo, a veces por varias cuadras, se extiende una cuerda que separa a los que han pagado para estar dentro de los que no tienen nada, conocidos como pipoca (¡canguil!).

Para identificar a los de “adentro” se les vende un abadá, una camiseta específica, que les sirve únicamente por las seis horas que dura la peregrinación. El costo del abadá va de 600 a 800 reales (hasta $ 500), dependiendo del grupo.

Yo, por supuesto, iba de pipoca, con dos amigos, una brasileña, Ani, y un sueco, Hanka. Ani decidió que el lugar más apropiado era junto a la cuerda, del lado izquierdo del trío eléctrico. Veía muy cerca al cantante incitando a la gente, pero yo no lograba sentir euforia alguna, me había convertido en un pedazo de carne inmolado al carnaval. Ningún espacio me separaba de los cuerpos a mi alrededor.

No sabía si se trataba de hombres o mujeres, o quién sabe si de dioses hijos de la simbiosis entre América y África. No quería voltearme, lo importante era que entes sudorosos me libraban de caer y ser pisoteada por cientos de saltarines. Ani nos instruía en cómo proceder: “Agárrense a la cuerda”, “avancen”, “abran paso a la policía”, y en eso estaba mi atención.

Me importaba un pepino si me robaban los únicos 20 reales del bolsillo o si alguna mano extraña se extralimitaba. ¡Yo quería sobrevivir! Los chicos del abadá, es decir, los de dentro de la cuerda, lindos y perfectos, cabrioleaban igualito que los de Pipoca, no tan lindos. La cerveza circulaba por igual, dentro y fuera.

De vez en cuando los jóvenes-bien salían a explorar el mundo de La Pipoca, como en una excursión al zoológico, para sentirse parte del “pueblo”. Y esto sí era “pueblo” de verdad, las favelas que habían bajado a la zona de playa y exteriorizaban sus alegrías, también sus resentimientos. Entre empujones y manoseos avanzábamos en esta peregrinación, embriagados en el mismo estado de trance que supongo impone cualquier fenómeno de masa.

La policía pasaba constantemente separando a los de fuera de la cuerda de los que estaban dentro, con sus toletes apuntaban a las costillas, y si había relajo, caían a golpe limpio sin molestarse por preguntar primero. Percibí la violencia humana, las frustraciones, la miseria estampada en la cara de los aparentemente felices favelados; me sentí agredida; cualquier manifestación de júbilo era interpretada como señal de cortejo. Eran otros códigos que no sabía interpretar.

Me entristeció descubrir lo básicos que podemos ser. Al pasar de las horas, tanto los de adentro como los de afuera orinaban al andar, vomitaban por igual, empujaban por igual, convertidos en simples manojos de instintos.

Me inquieta pensar que a lo mejor mi mente es incapaz de entender la alegría en su más elemental expresión; es una posibilidad. Una experiencia muy distinta fue el carnaval en Sao Paulo, donde desfilé en el Sambódromo y viví el júbilo de las escuelas de samba confundida entre fantasías de coloridos trajes, pero eso es material de otra historia.

Tal vez regrese un día a Salvador, a explorar las playas de la región, a adentrarme en la amplia y fascinante bahía de Todos los Santos, a saborear su comida sazonada con aceite de dendé y coco, pero al carnaval, no gracias.

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