Nostalgia isleña En Floreana

Por Paula Tagle
22 de Julio de 2012

“Paúl, ingeniero en computación, que por mas éxito que haya tenido en su carrera, siempre encuentra la manera de escaparse unos días al maravilloso paraíso donde transcurriera su feliz niñez”.

Paúl Vergara vivió su infancia en Floreana, cuando había apenas cinco o seis familias en la isla; no tenía televisión, mucho menos electricidad, pero se divertía como loco. Entre 1974 y 1979 asistió a la escuela fiscal mixta Amazonas número 1, con trece estudiantes, un único profesor, una sola aula.

De la Sierra llegó a instruirlos el maestro Quisapiano Gualpa, quien nunca antes había visto el mar. Luego del primer día de clases el docente se dirigió a la playa, con jabón y toalla en mano, para su inmersión inaugural en el océano.

Los niños lo descubrieron intentando desesperadamente obtener espuma al frotarse el cuerpo, y probando bocanadas de agua, desconcertado por su sabor. Tuvieron que explicarle que el mar era salado.

Cada 21 de septiembre la escuelita celebraba su fundación. Había palo ensebado con premios confeccionados por los mismos padres: tortugas talladas en madera, barquitos, muñecas. En la noche una res de cartón, con los cuernos encandelados, corría  persiguiendo a los pequeños, que encantados se escabullían por los rincones, evadiendo el mágico halo de luz de la vaca loca.

Cuando la fiesta se encendía invitaban a los hombrecitos a jugar fútbol luminoso. De trapos viejos se confeccionaba una pelota, se la sumergía en kerosene y antes de lanzarla a la cancha, la prendían para que ardiera como antorcha.

En la oscuridad de la noche era fácil seguirla. Las madres lloraban con miedo de que sus pequeños salieran lastimados, los padres los instaban a patear, y los niños, felices, corrían atrás de esta bola de fuego, que a veces los dejaba chamuscados, sobre todo, a aquellos que en la emoción del partido  intentaban cabecear.

Otro juego consistía en, montados sobre un burro, insertar una argolla que pendía de una soga entre dos postes. En ella, escrito en cinta de colores, se anunciaba el premio, tal vez el beso anhelado de la niña soñada.

Cada pequeño tenía un burro para ir a la parte alta de Floreana, a coger fruta. Como en la familia de Paúl eran cuatro, contaban con Pinocho, Gitano, Líder y Pepe Grillo. Líder era el mayor, por tanto el más sabio, el que conocía los caminos.

Cuando cazaban una vaca salvaje, las familias se repartían las partes, y la sangre era para que los niños fueran de pesca. Ellos la botaban en la orilla para extasiarse con las decenas de tiburones que atraía, hasta que algún escualo caía en el anzuelo.

Entonces ya no eran solo los niños, sino padres, madres, todos ayudaban a capturar a la fiera. Podían ser largos minutos de guerra. El tiburón saltaba por los aires mientras Paúl, ensimismado, observaba este gigante de a veces 3 metros, luchando por su vida.

Igual que con la vaca, cada parte del tiburón se compartía entre las diferentes familias. No había dinero en Floreana, se vivía del trueque y la solidaridad.

También jugaban con horquetas, “vale con vida” o el favorito de las niñas, a la casita. Buscaban tesoros escondidos en túneles de lava, y en las noches de luna llena salían armados de cucharas, a comer canchalaguas (molusco).

De aquel grupo de niños que jugara en una isla perdida en el Pacífico, han salido un director del Parque Nacional Galápagos, una veterinaria reconocida, un armador de barcos, dos guías naturalistas, un biólogo marino, una ingeniera mecánica, y Paúl, ingeniero en computación, que por más éxito que haya tenido en su carrera, siempre encuentra la manera de escaparse unos días al maravilloso paraíso donde transcurriera su feliz niñez.

nalutagle@yahoo.com

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