Entrenando la inteligencia moral

29 de Enero de 2017
Dayse Villegas

Ha sido descrita como independiente de la emocional y la cognitiva; no es un rasgo innato de ciertas personalidades, sino una habilidad y una sensibilidad que se aprenden a través del ejemplo y la práctica.

Los filósofos Heráclito y Aristóteles lo llamaban carácter: la disposición y determinación de hacer lo correcto. La autora Michele Borba lo llama inteligencia moral, y enlista siete virtudes para desarrollarla en los niños: empatía, conciencia, autocontrol, respeto, amabilidad, tolerancia y justicia. La familia, dice Borba, es la primera escuela de virtudes, y aun en ambientes tóxicos, los padres son personas poderosas por los lazos que tienen con los hijos.

¿Y qué hay de la escuela? “Te puedes pagar cualquier curso siendo adulto, pero no te transformarás de un día para el otro en un buen ser humano”. Lo dice una educadora, Patricia Zeas Poveda. “Eso es producto de un trabajo que comienza desde que formas parte de una familia”.

El resto, afirma Zeas, lo complementará el profesor, “siempre y cuando tenga un perfil de mediador y sepa aportar a la solución de conflictos a través de una acción tutorial, sin reemplazar al padre de familia”.

La primera escuela

Ya que a los padres exclusivamente les corresponden las primeras etapas de la formación del carácter del niño, Zeas recomienda no caer en la complacencia. “Se piensa que decir ‘no’ va a afectar a los hijos. No es así, van a aprender a esperar, a escuchar, a ganarse las cosas. Ese niño que no saluda, y usted no se lo exige; que no dice gracias, que no se disculpa, nunca va a tener una inteligencia moral sólida y bien estructurada. En los dos o tres primeros años, los padres creen que todo lo que hace el pequeño está bien, y aplauden sus conductas. Le compran de todo, no lo dejan compartir”.

Los valores más abstractos no se trabajan en este momento, sino que se empieza con el orden y se continúa con la responsabilidad y el respeto. En los primeros años, el niño es muy egocéntrico e individualista hasta que se enfrenta a la convivencia. “Es en ella que uno aprende: con la familia, la comunidad y la educación inicial”.

Algo que nota Zeas es que en la actualidad son más numerosos los hijos únicos o la gran diferencia de edad entre hermanos. El adolescente vive en su mundo, el de educación básica en otro y el de etapa inicial, lo mismo. “Tienen que aprender a convivir, con el ejemplo de los adultos. Si ven que mamá hace todos los quehaceres y papá no ayuda, nadie más lo hará; pero si se asumen y reparten responsabilidades de acuerdo con las edades, se trabaja la inteligencia moral. En los niños pequeños no se la considera importante, porque se concentra el interés en las ciencias, el segundo idioma y el deporte”, pero su ausencia será notoria al crecer.

Buscando un tutor

El profesor debe tener cualidades intelectuales, pedagógicas y personales. “De nada sirve que con él ‘sí aprendan’, pero en lo personal no pueda ser un buen referente. Necesita acompañar al alumno, respetando las individualidades y fomentando la toma de decisiones”.

¿Ha preguntado a los docentes qué piensan de su hijo y de los demás estudiantes? Fíjese en que esperen mucho de ellos. “Solo las expectativas altas de un padre de familia y de un docente harán del niño una persona exitosa”. Si usted o el educador invierten poco en la educación moral de su hijo porque esperan poco, eso es lo que obtendrán.

“Cuando tenga que escoger una institución educativa, a más de la infraestructura, los costos y el nivel académico, pregunte cuál es la misión y visión, y comprométase a trabajar de manera complementaria”, dice Zeas. “Usted no paga solamente por inglés o matemáticas, sino por un conjunto integrado de saberes”.

¿De quiénes son las mentes y los corazones que dirigen la institución? ¿Qué seres humanos lo conforman? Su hijo debería alcanzar las metas académicas y humanas, o como dice Zeas, “ser capaz de innovar, emprender, de poner el elemento creativo que tanto necesita la sociedad y, más que nada, ser buena persona”.

Transparencia

En un mundo globalizado, el joven debe aprender a medir las consecuencias de lo que hace, lo que publica y lo que escribe, advierte Zeas. “Actualmente, como referencia para un potencial trabajo, los empleadores revisan el perfil en línea, que viene a ser parte del currículum. Así que no puedo contentarme con pensar que eso fue hace diez años, o que estoy viviendo en otro país: todo se llega a saber”.

Como remedio propone la autenticidad. “Con o sin uniforme, un joven no puede dejar de ser él mismo o ella misma. Lo que hizo en el viaje de sexto curso quedará marcado en la memoria de muchas personas y pasará a ser parte de su historial”, recalca Zeas. No alimente la creencia de que hay espacios donde “lo que pasó allí se quedó allí”. Cualquiera lo registrará, lo contará, lo exagerará, y los finales, atestigua la educadora, pueden ser fuertes.

Hay muchos tipos de inteligencia, pero ningún saber reemplaza el ser prudente, asertivo, saber escuchar. “Sea que esté con los suyos, en la empresa o solo, sea coherente”. No es posible cambiar de valores según el escenario, concluye Zeas. “El que es honesto, siempre lo será”, y también se cumple cuando se es lo opuesto.

Las artes y las humanidades son la mejor forma de educar la sensibilidad moral, pues en ellas se nos revela de forma potente la diferencia, el otro, el desconocido”.
Diego Jiménez

Cuestión de sensibilidad

Más que de inteligencia, el profesor universitario e investigador de filosofía política y moral ecuatoriano Diego Jiménez prefiere hablar de sensibilidad moral, “la que permite sentir que hay unos actos que nos ayudan más que otros a conseguir aquello que podríamos llamar una vida buena, una vida con sentido, una vida que vale la pena ser vivida.

“A la luz de esa sensibilidad”, expresa Jiménez, “seremos capaces de distinguir lo correcto o lo incorrecto. De ahí que sea importante la manera en la que le damos forma a esa sensibilidad. Lo que realmente importa es cómo hemos aprendido a hacer ese discernimiento, pues en la vida cotidiana bien puede ocurrir que muchas cosas que pensamos correctas lo sean solo relativamente. Y en moral lo que interesa es aquello que puede ser bueno y deseable para todos. A esto último yo llamo vocación universalizable”.

No se nace con ese discernimiento sino que cada uno lo va aprendiendo en su condición de ser social. “Pero las relaciones nos forjan e incluso nos preceden. Y en esa experiencia aprendemos que hay unas cosas mejores que otras, aprendemos las primeras nociones de justicia, de solidaridad, de compasión o, por el contrario, de segregación, de egoísmo y de formas que luego desembocan en grandes problemas sociales como el racismo o la xenofobia”.

Naturalmente, la familia es la primera de esas conexiones. “En la relación con los primeros cuidadores desarrollamos nuestra sensibilidad”. No solo se trata de que ellos digan lo que es o no es bueno, “sino que en la primera infancia, como resultado de las relaciones que mantenemos con ellos, se configura nuestra textura emocional, que luego será la base de nuestras creencias y convicciones morales”.

Por supuesto, todo lo que allí se aprende puede ser refinado, dice Jiménez. “Un ejemplo de esto es que muchos personas en determinadas sociedades, sobre todo en siglos pasados, se criaron pensando que había unos seres humanos de primera y otros de segunda. Y es aquí donde la educación jugó un rol importante”, agrega, a través del cultivo de ciertas disciplinas que funcionaron y siguen funcionando como dispositivos refinadores de la sensibilidad moral.

“El cómo la educación puede ayudarnos en esto es quizá uno de los aportes más importantes de la filósofa norteamericana Martha Nussbaum en su obra”. Esta pensadora, a quien Jiménez ha dedicado su investigación, defiende que las artes y las humanidades son la mejor forma de educar la sensibilidad moral, “pues en ellas se nos revela de forma potente la diferencia, el otro, el desconocido. En ellas aprendemos que nuestra perspectiva sobre el mundo, sobre lo bueno, no es más que eso: la nuestra. Y que si deseamos construir sociedades justas, inclusivas y en las que todos tengamos las mismas posibilidades de lograr nuestros objetivos vitales, es necesario que legislemos y luchemos por una serie de leyes sensibles a la diversidad de perspectivas, creencias y valores”, aporta Jiménez, quien ha hecho de este el tema central de su libro Educación emocional para una ciudadanía democrática (PUCE, 2016).

Finalmente, moral es un término que no suele estar muy lejos de lo religioso. Jiménez considera que es mucho lo que se puede aprender de las tradiciones y creencias. “Ofrecen a las personas una serie de valores con los cuales pueden darle sentido a su vida, y es legítimo que vean y descubran en esa oferta una posibilidad para modelar sus existencias”. Cree que los estados laicos deben garantizar a los ciudadanos la posibilidad de elegir la creencia que consideren mejor. “No obstante, lo que nos dicen las religiones tiene que ser procesado, no porque esté mal, sino porque una sociedad madura se hace y se construye con ciudadanos capaces de juicio propio y de autocrítica”. (F)

Constructores de inteligencia moral

Las siete virtudes esenciales para un carácter sólido que defiende Michele Borba en su libro Inteligencia moral (Paidós Ibérica, 2004) comienzan con la empatía, percibir e identificarse con los sentimientos de otras personas. Irónicamente, tener un carácter fuerte se confunde a menudo con ser temperamental y difícil de tratar o colaborar, con imponerse.

Por el contrario, la empatía, dice Borba, podría ser lo que dé a los niños la fuerza suficiente para detenerse de lastimar a otros; aunque se nace con la capacidad, es necesario alimentarla. ¿Cómo? La autora da varias pautas: mostrar disponibilidad emocional para los niños, cultivar una relación de calidad con ellos, involucrarse, ser una barrera contra el contenido mediático violento, ayudar a los varones a expresar sus sentimientos y emociones, y estar atentos a cualquier señal de abuso infantil.

De la mano de la empatía va la conciencia, la voz interior que sabe la manera correcta de actuar. “Sin los padres”, dice Robert Coles, psiquiatra infantil y profesor de la Universidad de Harvard, “la conciencia no puede crecer fuerte y cierta”.

Con ella va el autocontrol, la capacidad de regular los pensamientos y acciones de acuerdo con la conciencia, sin ceder a presiones internas o externas. La sobrecarga y el estrés de los padres que sufren para encontrar el balance entre trabajo y familia tendrá un fuerte impacto en los niños. ¿Por qué? La mejor manera de aprender autocontrol es verlo en otros, y asimismo, el estrés es contagioso de padres a hijos.

Borba, quien ha conducido entrenamientos para profesores en Helsinki, Finlandia (uno de los sistemas de educación mejor calificados en el mundo), recurre, además, al respeto, valorar a otros de manera que resulte natural tratarlos con cortesía y consideración. La autora comenta que mucho de lo que se considera falta de respeto puede deberse a que los niños se sienten inseguros alrededor de los adultos y no pueden confiar en ellos.

La lista se complementa con la amabilidad (preocupación por el bienestar de los otros), tolerancia (respetar la dignidad y derechos de todas las personas, aun cuando las creencias y conductas difieran) y justicia (entender el significado del antiguo estándar ético del juego limpio).

 

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