Los ecos de Macondo

Por Clara Medina
11 de Junio de 2017

Por estos días se vuelve a hablar con fuerza de Cien años de soledad, la novela cumbre de Gabriel García Márquez, que acaba de cumplir medio siglo de publicada. El ambiente es parecido al que se vivió hace 10 años, cuando este libro icónico de las letras latinoamericanas llegó a los 40 años, y su autor, a los 80. Era Gabo, para entonces, el escritor vivo más importante de lengua española. En su Colombia natal alistaban homenajes. La Academia de la Lengua preparaba una edición conmemorativa de Cien años de soledad y un congreso sobre español dedicado al Nobel de Literatura 1982.

En medio de toda esa algarabía, viajé a los orígenes. Visité Aracataca, el pueblito remoto del Caribe colombiano, donde el escritor había nacido en 1927. Así conocí este lugar pequeño, pintoresco y acogedor, con un río de aguas diáfanas, que, al igual que en Macondo –el escenario de Cien años de soledad–, “se precipitan por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”.

Recorrí sus calles, vi casas de una sola planta, cuyas fachadas lucían pintadas de rojo, verde, violeta, amarillo, entre otros colores fuertes. Durante el día me transporté en bicitaxis, similares a los triciclos que existen en los pueblos ecuatorianos, con una temperatura cercana a los 40 grados. En las noches vi como delante de las casas los mayores ubicaban sus sillas mecedoras para tomar la leve brisa que llegaba luego del apabullante sol. Allí conversaban sobre las novedades del día. Entre tanto, en el único billar, los jóvenes jugaban y reían.

Gabo seguía presente en Aracataca, aunque hubiera salido de allí a los siete años de edad y escasas veces hubiera regresado. Muchos detalles lo recordaban: la casa donde vivió con sus abuelos, una cooperativa de transporte, una marca de arroz, la biblioteca, que se llama Remedios la bella.

En estos diez años, me digo, seguramente algo habrá cambiado. Lo que, sin duda, se mantendrá intacto a lo largo del tiempo es el orgullo de los habitantes de ese pueblo por su hijo más laureado y más universal, pese a que Gabo, con sencillez, alguna vez haya comentado: “Nunca, en ninguna circunstancia, he olvidado que en la verdad de mi alma no soy nadie más ni seré nadie más que uno de los dieciséis hijos del telegrafista de Aracataca”.

Por estos días vuelvo la mirada a Cien años de soledad. Sigue sorprendiéndome esta novela. Está intacta la emoción que sentí al leerla por primera vez. Destaco la adjetivación contundente, en esta y en muchas otras obras del autor, una de las tantas virtudes literarias que admiro de Gabo. Utilizaba los adjetivos de manera abundante y perfecta.

Han pasado 50 años desde su publicación y el mundo seguirá leyendo y elogiando Cien años de soledad, nacida, en parte, del recuerdo de la Aracataca que conocí y que tanto inspiró a Gabo, ese autor enorme que ya no está, pero sigue estando. Las estirpes condenadas a leer y releer buenos libros, siempre hallarán en esta obra una segunda oportunidad. Y, tal vez, muchas más. (O)

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