El mejor tango: Está en Medellín

Por Gonzalo Peltzer
05 de Octubre de 2014

“Hoy los porteños sufrimos el tango, como los españoles sufren el flamenco y los italianos la Torre de Pisa. Lo padecemos como los ingleses al Big Ben y los franceses la Torre Eiffel”.

Hace unos 100 años, gracias a la inmigración, Buenos Aires pasó de ser un inmundo rancherío de calles de barro a la gran ciudad que es hoy. Y un día, entre los ranchos, el barro y los inmigrantes, apareció el tango: un baile de varones de baja estofa, tristes, engañados por su amante que siempre era una prostituta. Ser muy macho y a la vez engañado por una percanta agrega peso a los cachos, esos que ya costaría llevar aunque fueran livianos. Así que el tango es un baile de cornudos que pretenden no ser estafados por una profesional del amor... Con el tiempo y Gardel en el medio, el tango se convirtió en un compás –dos por cuatro– que se bailaba entre varones y mujeres de los barrios bajos y con pies ligeros en cualquier lugar menos en los salones de Buenos Aires.

Hoy los porteños –habitantes de Buenos Aires– sufrimos el tango, como los españoles sufren el flamenco y los italianos la Torre de Pisa. Lo padecemos como los ingleses al Big Ben y los franceses la Torre Eiffel. El tango es un estereotipo igual que los jugadores de fútbol. “—Tú no hablas como argentino” me dicen mis amigos del Ecuador. “—Sí, claro: no hablo como Maradona” contesto invariablemente. Para que les quede claro: los argentinos no andamos vestidos de gauchos ni de tangueros. Si viene a Buenos Aires lo puede comprobar y si se escapa a un salón de tango verá que es cosa de gringos y de comerciantes disfrazados que van directo a los dólares cada día más escasos en la Argentina.

Además el tango se ha puesto imposible. Imposible de bailar como lo bailan ahora; imagínese además que tiene que hacer esas piruetas con cuernos y lágrimas. Es que resulta que hay que ser trapecista de circo para bailar el tango. Es decir que además de cornudos, apaleados y llorones los tangueros de hoy en día tienen que ser campeones olímpicos de hula-hula. No puede existir un baile de semejantes firuletes, que para colmo lo bailaban entre hombres que se las dan de bien machos.

Pero un día el tango se puso de moda y entonces inventaron una cosa que se parece al tango. Desde entonces los porteños tienen que decir que saben mucho, que lo bailan, que conocen la historia del calefón de Cambalache; que Julio Sosa chocó en el semáforo de Libertador y Austria; que Gardel era de Toulouse y su madre era uruguaya; que Adiós, muchachos se cantó en un velorio; que Aníbal Troilo se pellizcó los que te dije con el bandoneón…, todo como si supieran.

Si no lo inventaron los gringos, al tango lo habrá inventado la Secretaría de Turismo de Buenos Aires o la Asociación de Hoteles y Restaurantes. Venden ese tango acrobático, firuletero, que llaman de escenario y que debería bailarse con joggineta. Lo compran los gringos como pan caliente y a buen precio y se lo llevan entre pecho y espalda. Es una versión de plástico, edulcorada, inventada para sacarle plata a los norteamericanos, los australianos y los suecos. Mientras haya dólares y gringos incautos los porteños avivados seguirán inventando pases, cortes y quebradas y se darán aires de malevos de telgopor.

Quizá algún día reaparezca el tango de verdad en Buenos Aires, pero mientras y por esas cosas mágicas de América, si usted quiere oír y bailar buen tango, tiene que ir a Medellín.

gonzalopeltzer@gmail.com

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