En el Adriático: Las rutas a Ítaca
A bordo de un fabuloso crucero nuestra columnista redescubre la antigüedad.
Aterrizo en Dubrovnik, ciudad croata que ha cobrado reciente fama por la serie de televisión Juego de Tronos. En sus callecitas estrechas y curvas (para que las flechas de épocas medievales no alcanzaran a seguir su curso en línea recta), se puede leer una historia de siglos, similar a la de toda la costa Este del mar Adriático.
Embarco en el velero Sea Cloud, para recorrer cinco países, cada cual luchando por ser distinto y único, de topografía idéntica regada por las mismas aguas. Esto es parte de los Alpes Dináricos, una cadena montañosa formada en su mayoría por calizas. Es, pues, carbonato de calcio que se acumuló en el antiguo mediterráneo, levantado sobre el nivel del mar a través de diferentes episodios tectónicos. Costa de rocas claras, con incontables islas, bahías profundas que lucen como fiordos, pero que en lugar de haber sido cavado por glaciares, lo fueron por ríos. No importa si se trata de Croacia, Bosnia y Herzegovina, Monte Negro, Albania o Grecia, los paisajes son similares, porque su historia geológica es la misma. Esto es, al fin y al cabo, el mediterráneo. Dominio de olivos, viñas y cabras, iguales a las de las tierras que recorriera Odiseo en su periplo de nueve años.
Algo de historia
Los humanos tampoco hemos cambiado con los siglos. Guerras, invasiones, holocaustos, siguen siendo pan de cada día.
Croacia fue parte de la República Federal Socialista de Yugoslavia entre 1945 y 1992. Un hombre, Josip Broz Tito, intentó mantener siete países como uno solo.
A pesar de que funcionó en el mapa, los antiguos resentimientos perduraron, y con la disolución del mundo socialista, Yugoslavia se desperdigó, con dolor y sangre.
Me pregunto si estas pugnas no vendrían desde la época de los Ilirios, los viejos habitantes hasta la llegada de los romanos en el segundo siglo antes de nuestra era. En el siglo séptimo a.C., los eslavos se establecieron en la región, con su propio idioma y costumbres. El mundo cristiano se dividía en los seguidores del arzobispo de Roma, y los de Bizancio. De 1420 a 1797, la República de Venecia controló gran parte de la costa Este del Adriático.
La isla de Córcala, en Croacia, pudo ser el lugar de nacimiento de uno de mis héroes, Marco Polo. Las ciudades venecianas estaban regadas hasta el norte de Grecia, siempre reconocibles por su león alado con un libro en las manos. Si estaba abierto era porque había sido fundada en tiempos de paz, y si cerrado, lo contrario.
Ragusa (Dubrovnik), sin embargo, resistió a los venecianos. Era una ciudad-estado que contaba con la riqueza de grandes depósitos de sal (tan valiosa como el oro; con sal se podía preservar los alimentos). Gracias a esto y su habilidad diplomática, lograron mantenerse independientes de Venecia y en su momento, de los otomanos.
A partir del siglo quince hasta el diecinueve, una porción de los Balcanes pasó a formar parte del imperio otomano. Llegaría entonces el islam. En lo que hoy es Croacia prevalecen los católicos, en Bosnia y Herzegovina los musulmanes, en Monte Negro los ortodoxos, en Albania los ateos. Durante la Segunda Guerra Mundial Croacia se alió con los nazis y tuvo campos de concentración donde murieron serbios. Una aflicción que no se olvida. En la guerra que desintegrara a Yugoslavia, los serbios también construyeron los suyos.
Otras visitas
No me atrevería a ahondar en los dolores de una lucha entre hermanos. Lo único que puedo decir es que se perciben heridas abiertas, tanto de un lado como del otro. Nadie tiene las manos limpias, y la aparente “inhumanidad” y crueldad no son exclusivas a estos pueblos del Adriático. Es algo que vive en el instinto humano. Insistir en prevalecer, en ser distinto, apropiándonos de colores que nos diferencien, e himnos, religiones, y subyugando o masacrando a los que designamos como “los otros”. Es cierto que las diferencias constituyen el origen de la rica diversidad cultural del planeta. ¿No obstante, hasta cuándo intentaremos conservarlas con odios e invasiones?
A mi parecer, la gente de Croacia, de Bosnia y Herzegovina o de Monte Negro son étnicamente la misma cosa. En Bosnia y Herzegovina se me retorció el corazón al constatar que a pesar de la reconstrucción del puente de Mostar (volado en la guerra de Bosnia entre 1992-1995), las poblaciones siguen separadas. Los musulmanes viven de un lado de la ciudad, así como católicos y ortodoxos en otro. Los niños van a las escuelas que les corresponde por su religión. Igualmente, tienen tres presidentes que rotan cada cierto tiempo. ¿Lograrán la unidad y la paz de esta manera?
Monte Negro, en sus 13.812 kilómetros cuadrados, posee espíritu alegre. La bahía de Kotor se presenta resguardada por gigantescas y obscuras montañas. En su centro imperan una islita artificial, construida sobre esqueletos de naves hundidas, y una natural; ambas coronadas con iglesias. La gente es sumamente amable, y con paciencia explican los detalles de lo que sea que a uno le interese: de la forma en que preparan su famoso prosciu
tto en las montañas, o en que tallan sus propios huevos tipo favergé, o los soldaditos de plomo pintados a mano, donde se exhibe desde Napoleón hasta Stalin. Y el mar, siempre el Adriático de aguas cristalinas. Es verdad que no vi mamíferos marinos, ni muchos peces, y que los árboles nativos son escasos.
Los romanos, los venecianos, los otomanos, los franceses, los hombres que pasaron por estas tierras, no solamente peleaban entre sí, también construían flotas impresionantes, calentaban sus casas, cocinaban sus alimentos con los bosques de estas montañas. Y sin árboles llega la erosión, cambia la fertilidad de la tierra, disminuyen las lluvias. Eso ha pasado en el mediterráneo, la “Mare Nostrum” víctima del ir y venir de pueblos.
En Albania el idioma los hace distintos; ocupa su propia rama dentro de la familia de lenguas indo-europeas. Se creían más comunistas que los rusos y rompieron relaciones con la unión soviética. Luego fueron más rojos que los chinos y se aislaron de China. Cerraron sus ojos y oídos al resto del mundo. En la paranoia de su dictador Enver Hoxha, se construyeron 700.000 Bunkers, en un país de apenas tres millones de habitantes.
Al fin, Ítaca
Desde 1991 abren sus puertas al mundo y se convierten en República de Albania. Hoy intentan sobrevivir de cualquier forma. Con uñas y dientes los albaneses buscan su identidad. Se enorgullecen de la bandera roja de águila bicéfala y de que la madre de Alejandro de Macedonia posiblemente naciera en sus tierras hace más de 2.500 años (aseveración que irrita a los griegos).
Mucho se dice sobre su mafia. Pero encontré un pueblo diría que hasta ingenuo, que se desvive por agradar al mundo, por ser aceptado y reconocido, y tal vez demasiado.
Nuestro viaje prosigue hacia la isla de Odiseo; como él, hemos descubierto puertos por primera vez. Arribamos a Ítaca, hermosa, montañosa y verde en sus apenas noventa y seis kilómetros cuadrados. Fondeamos en la bahía de Valthy, muy cercana a la cueva de las Ninfas donde Odiseo resguardara los tesoros que traía de su largo viaje, presumiblemente en 1178 antes de nuestra era. Había perdido sus doce barcos y a toda su tripulación.
Recita el poema de Kavafi: “Aunque la halles pobre, ella no te ha engañado. Así, sabio, como te has vuelto con esta experiencia, entenderás ya qué significan las Ítacas”.
Anhelamos tener una Ítaca a donde volver, y de eso se trata, de contar con raíces. Por eso claman los pueblos del Adriático, por rescatar y mantener su propia identidad, sus Ítacas, y de ahí partir hacia delante.
Venir a esta isla me ratifica que soy lo que soy gracias a mi propia Ítaca (mi familia, mi formación). Confirmo que mi Ítaca me ha dado bellos viajes, y que… “sin Ítaca no habría emprendido el camino”.