José Bravo: Un héroe que no se rinde

05 de Julio de 2015
Texto y fotos: Jorge Martillo Monserrate

La historia de vida de José Bravo es como la de esos héroes anónimos que nadie condecora ni felicita, pero están ahí luchando y trabajando.

Él es un héroe sin brazos. Pero le sobran ganas de vivir y sin mendigar. Trabaja de lotero. Recorre Guayaquil. Sus dientes sostienen los enteros de lotería. Es así como uno lo ve trabajando por nuestras calles porteñas. Es la personificación de quien no se deja vencer.

José Bravo Sánchez, manabita de 72 años, me cuenta su historia en la plaza Rocafuerte –junto a la iglesia San Francisco- entre el ir y venir de apresurados transeúntes, bajo el vuelo de palomas y a escasos metros del edificio de la Junta de Beneficencia de Guayaquil.

A los 6 años su vida cambió. En un fatal accidente en el pueblito Milagro –cerca de Portoviejo– perdió las extremidades superiores. “Estaba haciendo travesuras en el camino –recuerda como si hubiese ocurrido el día anterior–, un poste estaba caído, fui a tocar el cable (de alta tensión), ahí me cogió la corriente y por el dolor metí la otra mano”. Lo trasladaron al hospital de Portoviejo, pero por falta de dinero no lo intervinieron a tiempo, le cayó gangrena y le cortaron los dos brazos. No olvida a los médicos que lo operaron. “Aquí me encontró una vez un doctor y me dijo: Te ves bien. Claro, doctor, pero sin brazos”, le respondí.

Su padre era agricultor y como él, sin brazos, no podía trabajar en el campo, aunque ya había aprendido a leer y a hacer cuentas. “Tuve que aprender a leer y me puse con capricho y aprendí casi solo”.

A los 10 años se fue a vivir a Portoviejo. Su tragedia no lo detuvo. “Seguí viviendo mi vida, asegura ese mediodía–. Le puse ganas al trabajo. Yo ni me amargué tampoco. Ni nada me ha complicado hasta aquí y sigo como soy”.

Empezó a vender lotería en el mercado Central de Portoviejo. Trabajaba para una comerciante por 10 sucres semanales. Después laboró para otra señora ganando más. Le pagaba el 10% de las ventas. Se convirtió en un excelente lotero. En una semana comercializaba de cinco a diez colecciones –una colección está formada por diez enteros–. Amplió su radio de acción y acompañado de otros comerciantes se desplazaba a Jipijapa, Manta, Chone y ganaba 100 sucres semanales que entonces era un dineral.

“Cuando yo llegaba a mi tierra parecía candidato –evoca esos fines de semana que visitaba a su familia–. Iba cargado de carne, pescado, arroz. Iba llevando maravillas. Ahí viene Josééé gritaban los muchachitos. Yo llevaba caramelos, les regalaba juguetes. He sido generoso toda la vida y así moriré”, dice.

Pero como todo niño que trabaja en las calles adquirió vicios de adultos. El pequeño José por su voz afinada era requerido para que cantara pasillos al son de guitarras en fiestas y salones de bebidas. “¿Cuánto me pagaban? ¡Nada! Me daban cigarrillos y aguardiente. ¡Mire, a los 11 años ya tomaba yo! Paré, ya no tomo ni fumo”, aclara.

Por las calles de la ciudad grande

José Bravo, el lotero sin brazos, a los 12 años, junto con un amigo, llegaron a Guayaquil, la ciudad grande como él la llama. Recuerda que vivían en La Victoria, pensión ubicada en la calle Villamil, actual arteria de la Bahía. “Andaba con ese compañero que me atendía, me bañaba, yo no podía ni orinar solo. La gente nula de mente hasta llegó a pensar que éramos gais. ¡Y yo era muchacho! Ahora ando solito”.

A sus 72 años, su cabello cano escapa de la gorra que lo protege del sol. Intento imaginármelo recién llegado de Manabí, ofreciendo guachitos solamente en ese parque

–en el que me cuenta su historia– porque temía perderse. “Comencé a trabajar con dos guachitos, tres guachitos, después con un entero, así andaba porque no salía de este parque”.

Conoció Guayaquil, caminándola de cabo a rabo. Vendiendo el último guachito, el premiado, el de la suerte. “En ese tiempo los pillos eran más honrados que los de ahora, dice y ríe con ganas. Un pillo ahorita le mete una puñalada a uno, qué voy a andar yo ahorita por allá. Me matan”.

Años atrás le hurtaron una gran cantidad de dinero, plata que repuso gracias a la solidaridad de sus amigos y clientes. Y es que por su carencia de brazos, son los clientes quienes toman el boleto que adquieren y le depositan el dinero en un bolso que descansa sobre el pecho.

Cuenta que se ha ido instruyendo, leyendo periódicos y revistas. Aceptando correcciones y sugerencias que le hacen sus clientes. “¿Sabe qué instrucción tengo yo en la cédula? ¡Secundaria! ¡Y nunca estudié! Pero voy a las urnas, firmo cheques, facturas y todo –lo realiza colocando la esferográfica entre la barbilla y el hombro– ¿Cómo la ve? Todos se admiran de mi persona y me felicitan: ¡Carajo!, eres un hombre que mereces estar sentado, no solo en una silla de fierro sino en una de oro”.

Últimamente solo recorre el centro de Guayaquil. Al mediodía, religiosamente acude a La Tasca de Carlos –del español Carlos Lamas, ubicada en Córdova y Francisco de Ycaza– donde almuerzan sus más preciados clientes, algunos adquieren enteros. Agradecido cuenta que ahí conoció a Carlos Pérez Perasso, director de Diario EL UNIVERSO.

“Fue mi gran amigo, me ayudó, él con todos se codeaba”, refiere que gracias a Pérez en noviembre de 1998 le hicieron un reportaje que fue portada y páginas centrales en la revista dominical Paratodos. “Me hizo una propaganda inmensa –manifiesta emocionado– ¡Al otro día yo vendí lotería como usted ni se imagina! Ojalá que esta también me ayude a vender porque está mala la venta”. Comenta que sus mejores clientes, aquellos que adquirían enteros o colecciones, han fallecido o ya no frecuentan el centro de la ciudad.

José Bravo es un personaje de Guayaquil, pero gracias a uno de sus benefactores que le regaló una casa en Muey (José Luis Tamayo, provincia de Santa Elena), reside allá.

De lunes a viernes, sale de Muey a las 7 de la mañana, llega a Guayaquil a las 9 y media y retorna a las 4 de la tarde. El fin de semana descansa. “Nunca me casé, me hice de compromiso pero ya me separé, tengo cinco hijos mayores”, revela, quien pese a no contar con los brazos, jamás se le ocurrió pedir caridad en las calles. “Nunca lo hice porque me enseñaron a trabajar”, dice y agrega: “Trabajaré hasta cuando pueda caminar”.

Cuando lo veo alejarse entre el gentío que va y viene por la 9 de Octubre, me pregunto: ¿qué hubiese hecho yo sin brazos? Sin manos para acariciar o golpear; sin brazos para abrazar al ser amado. Usted, ¿cómo hubiera vivido sin sus brazos? José Bravo es un héroe que cada día gana una batalla. (I)

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