Alkmaar sabe a queso

29 de Diciembre de 2013
Texto y fotos: Cristina Romo-Leroux, especial para La Revista

Esta población del norte de Holanda, a solo 40 minutos de Ámsterdam, brinda una experiencia medieval relacionada al producto emblemático de la zona.

¿Qué le parecería si como regalo de bodas recibe una prensa para elaborar queso? Sí. ¡Una prensa! Un aparato de metal y madera que funciona para comprimir el producto y darle su característica forma de grueso platillo.

Y mucho mejor si el regalo –bellamente ornamentado– lleva impresas las iniciales de la feliz pareja, tal como desde hace siglos ha sido la costumbre del poblado más quesero de Holanda: Alkmaar.

Esa añeja tradición matrimonial demuestra la importancia que el queso tiene en la cultura de este municipio, cuyos casi cien mil habitantes parecería que aprenden a comer queso desde que comienzan a abrir la boca.

Mi hermano mayor vive en Holanda desde hace una década, así que cuando el año anterior fuimos a visitarlo junto con mis padres tuvimos la oportunidad de cumplir una agenda turística que felizmente incluyó este poblado de ambiente supremamente rural, ordenado, limpio y orgulloso de sus tradiciones.

Herederos del sabor

Holanda es un país mucho más apropiado para la ganadería que para la agricultura, lo cual ha ayudado a reconocerlo desde el siglo XVII como un territorio de importancia en la industria del queso.

Por algo en Europa los holandeses eran conocidos como los kaaskoppen (kop, significa cabeza; kass, queso: cabeza de queso), también porque en tiempos de guerra algunos de ellos usaban como cascos los recipientes donde elaboraban ese producto.

Alkmaar ha sido la capital indiscutible en la elaboración de dicho lácteo, ya que el espíritu comercial de sus campesinos los impulsaba a negociar con los productos provenientes de sus huertos y la ganadería, tendencia que provocó que con el tiempo el país se convierta en el principal exportador de este alimento no perecedero.

Hoy, Alkmaar, que era centro regional de acopio del queso, posee otra gran industria: el turismo.

Nosotros fuimos parte de las legiones de visitantes que llegan diariamente a observar las tradiciones medievales que se exhiben en la plaza central del poblado, justo en el mismo sitio donde desde hace siglos se han reunido campesinos vendedores y visitantes compradores para comercializar este producto en una gran feria eminentemente quesera, frente a un antiguo edificio donde se pesaba la mercadería.

La primera impresión lo dice todo: hombres y mujeres vestidos con atuendos tradicionales deambulando alegremente al aire libre entre pilas de grandes “moles de queso” de color oro, las cuales lucen como queriendo exhibir sus mejores brillos para el comprador interesado en ese tesoro nacional.

El espectáculo se vuelve más interesante al observar la demostración de cómo dos robustos empleados transportan el queso colgado de sus hombros en tablas acanaladas para llevarlo hasta una gran balanza romana de bronce, donde es pesado. ‘Clic, clic, clic, clic’, sonaban las cámaras de todos los turistas cada vez que eso ocurría, ya que es la foto más emblemática de la visita.

No era necesario saber hablar holandés para disfrutar de la experiencia, ya que la amabilidad de los habitantes locales nos permitía sentirnos parte de esta arraigada tradición, que también se comparte a través de un museo escrupulosamente ordenado y limpio, y explicaciones en inglés de todo el proceso de elaboración del producto, desde el ordeño de las vacas para obtener la leche, pasando por la preparación del requesón y el suero, hasta el proceso de prensado y la formación de barras y bolas de queso ya listas para su avejentamiento (queso madurado).

Después de tal recorrido, ¿cómo no adquirir un queso impregnado de ajo o de especias?, ¿cómo no dejarse llevar por la atractiva coloración, amarillenta, rojiza o del azul, que era indicativo del tiempo de fermentación de este alimento?

“Probar primero y comprar después”, era el lema de la tienda, por lo que caímos en la tentación de picar por allí y saborear por allá, hasta que cada uno de nosotros compró, al menos, un paquete de tres bolas de queso de diferentes sabores por la “módica” suma de quince euros.

Sin embargo, ese precio resulta más que aceptable por habernos llevado –bien envuelto y abundante en sabor– un pedazo de la historia de este país europeo.

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