Olivia, la ballena: En Baja California

Por Paula Tagle
22 de Abril de 2018

Olivia y su ballenato en Baja California.

Olivia llega cada dos años a Bahía Magdalena, que es más o menos el promedio de mi propio peregrinar a esas tierras. Yo abandono las Encantadas entre enero y marzo, en años pares, los mismos en que Olivia da a luz y cuida de un ballenato en la protección de las aguas someras y cálidas.

A Olivia le otorgaron su nombre los pangueros de Puerto López Mateos, un poblado en las orillas de Bahía Magdalena. Ellos se dedican ocho meses a la pesca, y los otros cuatro, a la observación de ballenas grises. La reconocen porque tiene la piel muy oscura, sin demasiadas marcas de balanos, a excepción de una gran “rosa” formada por estos crustáceos a pocos centímetros del espiráculo.

Existe un grupo de ballenas grises de hábitos desconocidos en Corea del Norte; las del Atlántico se extinguieron por la cacería indiscriminada. Aparentemente la única población que se ha recuperado hasta aproximadamente 20.000 individuos es la del Pacífico este, que ha elegido para aparearse y parir las tres lagunas a lo largo de la costa pacífica de Baja California, donde migran en los meses de invierno, 6.000 millas náuticas desde Alaska.

Olivia se reconoce también por su comportamiento. Es de las ballenas más amigables con que se han topado los pangueros de López Mateos. Cuando ellos me recibieron con la historia de su retorno, pensé que era cuento para los turistas. Pero la reconocí sin dudarlo. Este año parió un ballenato hembra, al que han llamado Micaela. Ojalá que por mucho tiempo (que pueden vivir de cuarenta a sesenta años), Olivia siga visitando Bahía Magdalena y compartiendo la alegría de sus ballenatos con los turistas, de quienes se deja acariciar con encanto.

Se teoriza que las ballenas grises no poseen demasiada inteligencia, por la relación del peso de su cerebro al de su cuerpo.

Sin importar las razones de su cordialidad, encuentro un privilegio que una criatura de los mares busque la compañía de humanos. Ellas, de hasta quince metros de longitud, juguetean junto a zódiacs de no más de ocho, cuando podrían partirnos en dos con su cola. Al nacer pesan mil quinientas libras y miden cuatro metros, y alcanzan hasta cuarenta toneladas y quince metros en la adultez. Y aun así estos gigantes deciden hacer un descanso en su ir y venir para dejarse acariciar. Incluso abren la boca colosal para que los más intrépidos palpen sus balenas, tan llenas de parásitos como la piel.

Este año presencié cómo una madre empujaba a su pequeño hacia la zódiac, obligándolo a interactuar con nosotros; también hay ballenas que prefieren mantener su distancia. Incansables nadan en sentido de la marea o en su contra, preparando a sus pequeños para el gran viaje. Se ejercitan porque fuera de la bahía aguardan orcas o tiburones; si a eso agregamos posibles enfermedades, cambios climáticos o accidentes con embarcaciones, solamente la mitad de los ballenatos alcanzan a completar la travesía de retorno a Alaska.

Los pangueros las van conociendo a través de los años. Me presentan a Shakira, otra amigable, que tiene una corona de balanos muy concentrados en la mitad de su rostro, cuando el lado derecho aparece completamente limpio. Los balanos, o percebes, son comensales, no parásitos. Aunque se incrustan en las ballenas y pueden representar varios cientos de libras extras de carga, no se alimentan directamente de ellas, son filtradores de plancton. También existe un tipo de anfípodo que se come los pellejos viejos de su piel y se conoce como “la pulga de las ballenas”; pero no es más que otro crustáceo que incluso se podría comer en un cebiche, aunque yo no me atrevería.

Los pangueros de López Mateos celebran la llegada de las ballenas grises con un festival, y todo en su pequeño pueblo hace referencia a las ballenas. Son ya parte de la población, y más aquellas como Olivia que se reconocen fácilmente y tienen la fama de amigables.

Durante mis semanas en Baja California una ballena gris se varó en la playa de La Boca de Soledad, la entrada norte a Bahía Magdalena. El pueblo entero trabajó por tres días y sus noches para mantenerla viva y volverla al mar. Con el cambio de mareas, la ballena había quedado a cien metros de la orilla, y estaba cada vez más débil. Pero los habitantes de López Mateos tomaron turnos para bombear agua constantemente sobre su delicada piel. Dragaron un canal, que debían reexcavar cada vez que subía la marea, para eventualmente sacar a la ballena, con ayuda de pangas y de la gente batiéndose contra las olas y el agua fría.

Los naturalistas con los que trabajo jamás habían escuchado de una ballena que lograra sobrevivir tres días fuera del océano. Debido al peso de su propio cuerpo, sin las boyantes del mar, los órganos colapsan. Sin embargo la ballena salió de La Boca, y pudo nadar hasta que los pangueros y habitantes de López Mateos la perdieron de vista.

Una prueba más, para las ballenas, de que al menos en México, la relación entre hombre y mamífero marino ha cambiado. Ellas son ballenas amigables, tanto como lo son los humanos de López Mateos. Confío en que Olivia retorne, como yo, cada dos años, y que la ballena rescatada se aviste un día de vuelta a Bahía Magdalena. (O)

nalutagle@yahoo.com

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