¿Alerta roja? El pequeño saltamontes

Por Paula Tagle
25 de Diciembre de 2011

“Mary no sabía qué hacer, no tenía con quién compartir su hallazgo. Un saltamontes, para los chinos, significa buena suerte, y eso la contentó; seguro que sería un buen día de avistamientos. Pero también se llenó de dudas”.

Muy temprano en la mañana, Mary Clare, una pasajera, se topó con un saltamontes que descansaba en las barandas del barco. En aquellas horas eran solo ella, el mar límpido, tranquilo como sopa, y el saltamontes. Las demás almas dormían, porque el sol apenas había salido por detrás de Isabela.

Mary no sabía qué hacer, no tenía con quién compartir su hallazgo. Un saltamontes, para los chinos, significa buena suerte, y eso la contentó; seguro que sería un buen día de avistamientos. Pero también  se llenó de dudas. ¿Dónde habría abordado semejante pasajero alado? ¿Tal vez venía con nosotros desde Rábida, a noventa y tres millas de distancia?

Reflexionó sobre el impacto del turismo en las Encantadas. Hasta entonces era testigo del respeto a las estrictas reglas del Parque Nacional. No tocar a los animales, no llevar alimentos a las islas, por el riesgo a introducir especies nuevas, caminar por senderos, lavar los zapatos antes y luego de la visita. Pero un pequeño saltamontes la convertía ahora en escéptica. Los barcos pueden ser agentes transportadores de especies, que un saltamontes es bastante obvio, pero qué pasa entonces con los insectos diminutos, solo para dar un ejemplo.

Mary me topa en el desayuno, comparte su hallazgo; le comento cómo, muchos años atrás, también encontramos un saltamontes a bordo del Isabela II. Se había subido de polizón en la isla Santiago, y viajaba muy cómodo junto al jacuzzi del solárium. El doctor José Machuca, consciente del problema, lo recogió con cuidado y lo trajo hasta la cabina, que entonces compartíamos. La idea era tenerlo con nosotros hasta que, una semana más tarde, al volver a la misma isla, pudiéramos regresarlo.

El doctor lo nombró Marco Polo, por su espíritu explorador. Así, cada vez que entraba a mi cabina, debía tener mucho cuidado de que Marco Polo no escapara a continuar con sus peripecias por sitios que no eran el suyo. Y antes de dormir debía cerciorarme primero de que el joven saltamontes no anduviera merodeando por mis sábanas. Marco Polo fue repatriado, y si alguna vez quiso aventurarse por el mundo, pues ojalá que haya sido por sus propios medios.

Imposible negar que durante los siglos que barcos de todo tipo han navegado estas aguas, criaturas como Marco Polo han encontrado formas “no naturales” de dispersarse. Hoy tratamos de minimizar este riesgo.

Las embarcaciones deben contar con trampas de luz ultravioleta. Estas son colocadas en áreas de popa y de cubierta, donde no interfieran con luces de navegación.

Las trampas se encienden una vez que el barco se haya alejado al menos dos millas del fondeadero, para eliminar  los insectos que por algún motivo hubieran sido atraídos, evitando su transporte al siguiente sitio de visita. De igual manera, hay que apagarlas dos millas antes de llegar a un nuevo lugar de anclaje. Las luces exteriores deben ser las mínimas necesarias, y se aconseja a los pasajeros cerrar las cortinas de sus cabinas cuando encienden sus lámparas. De esta manera se reduce el número de “polizones”.

Son pequeñas medidas, pero útiles y necesarias, porque cada isla es única, en su flora y fauna, y es preciso mantenerlas así, lo más intactas posible, sin alteraciones producto de la interferencia humana.

nalutagle@yahoo.com

  Deja tu comentario