Castillo de Neuschwanstein

09 de Marzo de 2014
  • Esta construcción sirvió de inspiración a Walt Disney para su famoso castillo, hoy convertido en ícono de la industria Disney.
  • En invierno el castillo ofrece paisajes de cuentos de hadas.
Teresa Gutiérrez Chávez / Fotos: Germán Baena

Es uno de los castillos más visitados de Europa. Las habitaciones de esta edificación, llamada el ‘castillo del rey de cuento de hadas’, estaban destinadas a un solo residente: el soberano Luis II.

Siendo niña, mis padres me llevaron a Disneylandia de California y, desde entonces y por muchos años, pensé que todos los castillos del mundo se asemejaban a aquel que se alzaba en el centro del parque de atracciones: una ensoñadora construcción con un sinfín de espigadas torres cilíndricas acabadas en agujas cónicas y rodeadas de almenas. Mi decepción iba en aumento a medida que constataba que ninguno de los que visitaba ni remotamente se parecía al de La Bella Durmiente.

Este sentimiento duró hasta cuando, hojeando un libro, caí sobre la foto del castillo de Neuschwanstein: en la cima de un risco de los Alpes alemanes, una bellísima edificación tendía sus pináculos de color blanco marfil hacia el cielo. Ahí, teniendo ante mí el modelo del cual se había inspirado Walt Disney, me prometí que algún día viajaría a la región de Baviera para conocerlo. Ese día llegó a principios de este año.

Había una vez...

El castillo de Neuschwanstein está ubicado en el sureste de Alemania, a unos 130 km de Múnich. Su imponente silueta, en lo alto de una escarpada formación rocosa, se recortaba contra el azul horizonte de las nevadas montañas alpinas, y se elevaba por encima de un profundo bosque de pinos y abetos. Entre la imagen de cuento de hadas que había visto en el libro y la realidad no existía ninguna diferencia.

Al rey Luis II de Baviera se debe el que se lo diseñara siguiendo el estilo de las antiguas fortificaciones feudales alemanas, en una época (segunda mitad del siglo XIX) en la que ese tipo de arquitectura defensiva, estratégicamente, ya no se necesitaba. Su amor por la Edad Media le venía desde la niñez; en ese universo imaginario se refugiaba el futuro monarca para escapar de la rígida disciplina educativa que sus padres le habían impuesto.

Luis heredó el trono a sus tan solo 18 años. Él, que consideraba que la monarquía emanaba de Dios, sufrió un duro revés cuando dos años más tarde, en 1866, Baviera se vio forzada a establecer una alianza que iba en menoscabo de su potestad soberana. Esto sumado a su preferencia por vivir en un mundo de heroicos caballeros, gráciles doncellas en apuros y pócimas mágicas lo llevaron a tomar la decisión de erigir un castillo donde aislarse y recrear a plenitud su fantasía.

Un castillo inconcluso

El monarca le encargó al escenógrafo teatral Christian Jank el diseño de su castillo de cuentos de hadas y a Eduard Riedel la concretización arquitectónica de esos bocetos.
Los trabajos de cimentación comenzaron en 1868 y se prolongaron varios meses por cuanto se llegó a rebajar hasta 8 metros de roca. El 5 de septiembre de 1869 se celebró la ceremonia de colocación de la primera piedra. 

En 1884, Luis II se mudó al castillo, aún en construcción,  a fin de supervisar los avances. Dos años más tarde, una comisión lo declaró inepto para gobernar y se lo recluyó bajo vigilancia psiquiátrica, que no duró mucho porque, tres días después, su cuerpo y el de su médico personal flotaban sin vida sobre las aguas del lago Starnberg.
La versión oficial concluyó al suicidio del rey, pero dejaba en sombras las circunstancias de la muerte del médico.

Las obras quedaron paralizadas durante seis años. Cuando se reemprendieron, hubo que simplificar el diseño original del castillo para poder finalizarlo. Es decir que solo se completaron 15 de las 65 habitaciones que estaban previstas.

Cuando la fantasía se hace castillo

Al castillo se sube a pie o en unas calesas tiradas por dos enormes caballos. Escogimos la segunda opción. El cochero nos dejó en una explanada, desde allí pudimos admirar las numerosas torres, torrecillas ornamentales, fachadas, balcones, pináculos y esculturas de aquella monumental edificación.

Nos apresuramos en llegar al pórtico porque nuestro boleto indicaba que debíamos acceder a su interior con el grupo de las 9 de la mañana.

La visita comenzó en el vestíbulo de la tercera planta. Las sucesivas pinturas murales mostraban escenas de la leyenda nórdica de Sigurdo, una versión antigua del Cantar de los Nibelungos, un poema épico de la Edad Media sobre el que se basó Wagner para escribir su célebre tetralogía de óperas: El anillo de los Nibelungos. Como Luis II admiraba enormemente al prestigioso compositor alemán, las diversas estancias del castillo están impregnadas de los elementos medievales de sus óperas.

Un portal de mármol blanco en el extremo oeste nos invitaba a entrar en un universo de fausto y esplendor. Todo era de un lujo desbordante, asombroso e inusitado.
El Salón del Trono destaca por su majestuosidad. Una galería de columnas de mármol soporta una cúpula, de cuyo centro cuelga un inmenso candelabro en forma de corona que sostiene 96 velas. El mosaico del piso, confeccionado con más de 2 millones de piedrecitas, luce motivos extraídos del reino vegetal y animal.

La rica ornamentación del dormitorio pone de realce a los protagonistas de la leyenda de Tristán e Isolda. Ambos personajes aparecen, además de en las pinturas murales, en las tallas de la puerta y en las figuras de cerámica de la estufa de azulejos. El cubrecamas, las cortinas del dosel y las tapicerías de los sillones son de seda azul con aplicaciones y bordados de leones, cisnes, escudos con rombos, coronas y azucenas. Me acerqué al tocador y descubrí con sorpresa que el grifo de agua era un cisne bañado en plata.

En una pieza contigua, la capilla, sobresalen unos exquisitos vitrales y un retablo de madera finamente esculpida.

A la antecámara (o vestidor) no la cubre un techo de madera, como el resto de las habitaciones, sino, más bien, la pintura de un azulino cielo, bajo el cual revolotean pajarillos alrededor del emparrado de un viñedo. El rey consagró su sala de estar a Lohengrin, «el Caballero del Cisne», el personaje medieval con quien, desde niño, se identificaba.

Pasos más allá, nos encontramos ante un espacio insólito: una pequeña gruta artificial con estalactitas, que originalmente poseía una cascada. Justo enfrente, unos enormes ventanales se abren a una terraza y ofrecen una espectacular vista del paisaje alpino.
El punto culminante de la visita es el Salón de los Cantores, una estancia que abarca toda la parte este de la cuarta planta, y cuyo decorado se inspira de la sala del castillo medieval de Wartburg, lugar donde, según las leyendas, se enfrentaron en torneo los mejores cantores del reino.

Luis II nunca pretendió celebrar aquí grandes banquetes ni veladas musicales, solo deseaba contar con una bella y suntuosa escenografía para su deleite visual y erigir un monumento a la cultura caballeresca y al mundo de las sagas, de las que tan cercano se sentía.

Un verdadero castillo

Descendimos el camino a pie y nos detuvimos a contemplar la hermosa construcción desde un ángulo diferente cada vez. Me sentía La Bella Durmiente, no despertando de un sueño de 100 años, sino de una larga realidad durante la cual nunca había visto, hasta ese día, un verdadero castillo.

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