Las dos gotas de aceite

Por Paulo Coelho
22 de Octubre de 2017

A veces el guerrero de la luz tiene la impresión de estar viviendo dos vidas a la vez. En una de ellas, está obligado a hacer todo aquello que no quiere, a luchar por ideales en los que no cree. Pero existe otra vida, y él la descubre en sus sueños, lecturas y encuentros con gente que piensa como él. Sin embargo, si presta un poco de atención, se dará cuenta de que su vida es solo una: lo único que tiene que hacer es dejar que sus sueños cuiden de su día a día, y que la disciplina dé sus pasos y lo ayude a hacer realidad sus sueños. Porque todos necesitamos mantener el equilibrio entre rigor y misericordia, como en esta leyenda:

Un mercader envió a su hijo a aprender el secreto de la felicidad con el más sabio de todos los hombres. El muchacho anduvo durante cuarenta días por el desierto, hasta llegar a un bello castillo, situado en una montaña: allí vivía el sabio que el muchacho estaba buscando. Pero en lugar de encontrar a un hombre santo, nuestro héroe entró en una sala llena de gente, donde sucedían muchas cosas a la vez: entraban y salían mercaderes, la gente conversaba por los rincones, una pequeña orquesta tocaba suaves melodías, y había una mesa con los más deliciosos platos de aquella región del mundo.

El sabio conversaba con todos, y el muchacho tuvo que esperar dos horas a que le llegara el turno de ser atendido. El sabio escuchó atentamente el motivo de la visita del chico, pero dijo que en aquel momento no tenía tiempo de explicarle el secreto de la felicidad. Le sugirió que dé un paseo por su palacio, y que regrese en dos horas.

–Deseo pedirte un favor –dijo el sabio, mientras le daba al muchacho una cucharita de té en la que vertió dos gotas de aceite. “Mientras vas caminando, lleva contigo esta cucharita sin dejar que se derrame”.

El muchacho empezó a subir y bajar las escalinatas manteniendo siempre los ojos fijos en la cucharita. Al cabo de las dos horas, volvió.
–Así pues –preguntó el sabio– ¿has visto los tapices que hay en mi salón? ¿Has visto el jardín que el maestro de los jardineros tardó diez años en crear? ¿Los bellos pergaminos de mi biblioteca?

El muchacho, avergonzado, confesó que no había visto nada: su única preocupación había sido no derramar las gotas de aceite.

–Pues entonces vuelve y conoce las maravillas de mi mundo –indicó el sabio–. No puedes confiar en un hombre si no conoces su casa.

Ya más tranquilo, el muchacho cogió la cucharita y volvió a pasear por el palacio, esta vez reparando en todas las obras de arte. Vio el jardín que armonizaba con las montañas del horizonte. Sintió el perfume de cada flor. Admiró los pergaminos de textos sagrados, creados por el hombre con paciencia y devoción. Observó que, aunque habían tantas obras, estaban distribuidas con equilibrio, de modo que cada una de ellas pudiese recibir la atención del visitante. De vuelta en presencia del sabio, relató cuidadosamente todo lo que había visto.

Y el sabio le preguntó: –Pero, ¿dónde están las dos gotas de aceite?

Horrorizado, el muchacho miró la cucharita, y se dio cuenta de que las había derramado.

–No te preocupes –dijo el más sabio de todos los sabios–. Tú viniste aquí en busca de un consejo, y esto es todo lo que tengo que decirte: “El secreto de la felicidad está en contemplar todas las maravillas del mundo, y no olvidarse nunca de las dos gotas de aceite en la cucharita”. (O)
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