La historia de Buda (I): El iluminado de Nepal

Por Paulo Coelho
24 de Enero de 2016

“La vida me aterroriza, por eso renuncié a todo para no tener que reencarnarme y sufrir nuevamente la vejez, la enfermedad y la muerte”.

Sidarta Gautama –cuyo nombre  significa “aquel que alcanza su objetivo”– nació en una familia noble,  alrededor de  560 a. C., en Kapilavastu, Nepal.

Cuenta la leyenda que en el momento en que su madre hacía el amor con su padre, tuvo una visión: seis elefantes, cada uno con una flor de loto en el lomo, caminaban hacia ella. Un instante después, Sidarta era concebido.

Durante la gestación, la reina Maya, su madre, decidió convocar a los sabios de su reino para interpretar la visión que había tenido, y ellos fueron unánimes en afirmar que la criatura que estaba por llegar al mundo sería un gran rey y un gran sacerdote.

Sus padres no querían, de forma alguna, que él conociera la miseria del mundo. Así, vivía confinado entre los muros de un gigantesco palacio, donde todo parecía perfecto y armonioso. Se casó, tuvo un hijo, y solo conocía los placeres y delicias de la vida.

Sin embargo, cuando cumplió 29 años, una noche pidió a uno de los guardas que lo llevara hasta la ciudad. Él se oponía, ya que esto podía enfurecer al rey, pero Sidarta fue tan insistente que el hombre terminó por ceder.

Lo primero que vieron fue un viejo mendigo, de mirada triste, pidiendo limosna. Más adelante encontraron un grupo de leprosos y luego pasó un cortejo fúnebre. “¡Nunca había visto esto!”, debe de haber comentado con el guarda, que posiblemente replicara “pues se trata de vejez, enfermedad y muerte”. De regreso al palacio, se cruzaron con un hombre santo, con la cabeza rapada y cubierto apenas con un manto amarillo que decía: “La vida me aterroriza, por eso renuncié a todo para no tener que reencarnarme y sufrir nuevamente la vejez, la enfermedad y la muerte”.

A la noche siguiente, Sidarta esperó a que su mujer y su hijo estuvieran dormidos. Entró silenciosamente en el cuarto, los besó, y volvió a pedir al guarda que lo condujese fuera del palacio. Una vez allí le entregó su espada con un puño lleno de piedras preciosas y su ropa hecha del tejido más fino que la mano humana pudiera tejer, y le pidió que devolviese todo a su padre. A continuación se rapó la cabeza, cubrió su cuerpo con un manto amarillo y partió en busca de una respuesta para los dolores del mundo.

Durante muchos años vagó por el norte de la India, encontrándose con monjes y hombres santos, aprendiendo las tradiciones orales que hablaban de reencarnación, ilusión y pago de los pecados cometidos en vidas pasadas (karma). Cuando juzgó que ya había aprendido lo suficiente, se construyó un refugio en las márgenes del río Nairanjana, donde vivía haciendo penitencia y meditando.

Su estilo de vida y su fuerza de voluntad terminaron atrayendo la atención de otros hombres en busca de la verdad, que vinieron a su encuentro para pedirle consejos espirituales. Pero después de seis largos años, todo lo que Sidarta podía percibir era que su cuerpo estaba cada vez más débil y las constantes infecciones no le permitían meditar como deseaba.

Cierta mañana, al entrar en el río para hacer su higiene personal, ya no tuvo fuerzas para levantarse; cuando se iba a morir ahogado, un árbol curvó sus ramas permitiendo que él se agarrase y no fuese llevado por la corriente. Exhausto, consiguió llegar hasta la orilla, donde se desmayó.

Después pasó por el lugar un campesino que vendía leche y le ofreció un poco. Sidarta aceptó, para horror de los otros hombres que vivían junto a él. Considerando que aquel santo no había tenido fuerzas para resistir la tentación, decidieron abandonarlo inmediatamente. Pero bebió de buen grado, pensando que aquello era una señal de Dios y una bendición de los cielos. (Próximo domingo la segunda y última parte). (O)

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