Historias del sur: Lecciones que perduran

11 de Noviembre de 2012

“A partir de aquel momento, todo el mundo que pasaba por la plaza veía la horca. La gente se fue volviendo cada vez más triste, sin saber que estaba haciendo lo que de ella se esperaba. La leyenda termina diciendo que nunca se utilizó la horca. Pero bastó su presencia para que todo cambiara”.

El poder de la imagen

Una leyenda peruana nos habla de una ciudad donde todo el mundo era feliz. Todos hacían lo que querían y se entendían bien, a excepción del alcalde, que vivía triste porque no tenía nada que gobernar. La cárcel estaba vacía, el tribunal no se utilizaba nunca, y el notario no proporcionaba ningún beneficio, pues la palabra valía más que el papel.

“Aquí falta autoridad”, pensaba el alcalde. E intentaba, de muchas formas, que la gente obedeciese leyes absurdas creadas por el gobierno central. Nadie hacía caso.

Hasta que el alcalde tuvo una idea. Mandó a venir operarios de muy lejos, para que cerraran con una cerca el centro de la plaza principal de la pequeña ciudad, y se pusieran a construir. Durante una semana, se oyeron los martillos golpeando, las sierras cortando madera, las voces de los capataces dando órdenes.

Una tarde, el alcalde invitó a todos los habitantes de la ciudad a la inauguración. Con gran solemnidad, se retiró la cerca y apareció... una horca.

Nuevecita, con la soga oscilando al viento, y el mecanismo de la trampilla bien engrasado.

A partir de aquel momento, todo el mundo que pasaba por la plaza veía la horca. La gente se fue volviendo cada vez más triste, sin saber que estaba haciendo lo que de ella se esperaba. Empezaron a preguntarse qué hacía allí aquella horca, y, con el miedo, pasaron a dirigirse a la justicia para resolver cualquier cosa que antes se resolvía de común acuerdo. Empezaron a ir al notario, para registrar documentos que hasta entonces habían sido sustituidos por la palabra. Y empezaron a hacer caso en todo al alcalde, por miedo de violar la ley.

La leyenda termina diciendo que nunca se utilizó la horca. Pero bastó su presencia para que todo cambiara.

Maldecir sin ton ni son

Un hechicero mexicano conduce a su aprendiz por la selva. Pese a ser más viejo, camina con agilidad, mientras que su aprendiz resbala y se cae a cada instante.

El aprendiz blasfema, se levanta, escupe al suelo traicionero, y sigue acompañando a su maestro.

Tras una larga caminata, llegan a un lugar sagrado. Sin detenerse, el hechicero da media vuelta y comienza su viaje de vuelta.

“No me has enseñado nada hoy”, dice el aprendiz, que se cae de nuevo.

“Sí que te he enseñado, pero parece que no aprendes”, le responde el hechicero. “Estoy intentando enseñarte cómo se lidia con los errores de la vida”.

“¿Y cómo se lidia con ellos?”.

“Como deberías hacerlo con tus caídas. En lugar de maldecir el sitio donde te caíste, debías buscar qué te provocó la caída”.

Dar también un poco

Un grupo de estudiantes uruguayos estaba reunido en una casa de campo, cuando llegó el casero, contando una tragedia que había ocurrido no lejos de allí: se había incendiado una casa, y una madre y su hija lo habían perdido todo. Inmediatamente, una de las estudiantes inició una colecta para ayudar a la familia a reconstruir su casa.

Entre los presentes había un escritor pobre, y la joven decidió no pedirle nada.

“Un momento”, dijo el escritor, cuando ella pasó de largo ante él. “También quiero contribuir”.

Acto seguido, escribió en un papel lo que había sucedido, y lo metió dentro del bote utilizado para recoger el dinero.

"Quiero dar a conocer a todos esta tragedia. Que sea siempre recordada cuando pensemos en los pequeños incidentes de nuestras vidas”.

www.paulocoelhoblog.com

  Deja tu comentario