En un bar de Tokio: Recuerdos de Henry Miller

Por Paulo Coelho
10 de Marzo de 2013

“No me avergüenzo de ser un fanático y de intentar saberlo todo acerca de la vida de mis ídolos... Tenía la intención de ir a Big Sur para ver a Henry Miller, pero falleció antes de que yo pudiese conseguir el dinero para el viaje”.

Un periodista japonés me hizo la pregunta de siempre: -¿Y cuáles son sus escritores favoritos? Yo respondo lo mismo de siempre: Jorge Amado, Jorge Luis Borges, William Blake y Henry Miller.

La traductora me mira asombrada: “¿Henry Miller?”. Al final de la entrevista, quiero saber por qué se sorprendió tanto de mi respuesta. Le digo que aunque Henry Miller no sea hoy quizá un escritor “políticamente correcto”, me abrió las puertas a un mundo gigantesco. Sus libros tienen una energía vital que pocas veces se encuentran en la literatura contemporánea.

“No critico a Henry Miller; soy también admiradora suya”, responde ella. “¿Sabía que estuvo casado con una japonesa?”.

Por supuesto, no me avergüenzo de ser un fanático y de intentar saberlo todo acerca de la vida de mis ídolos. Fui a una feria de libros solo para encontrarme con Jorge Amado, viajé 48 horas en autocar para conocer a Borges (cosa que al final, por culpa mía, no ocurrió: en cuanto lo vi, me quedé paralizado y no pude decir nada), llamé al timbre de la portería de John Lennon en Nueva York (el portero me dijo que dejara una carta explicando el motivo de mi visita, y que me llamaría, pero nunca sucedió). Tenía la intención de ir a Big Sur para ver a Henry Miller, pero falleció antes de que yo pudiese conseguir el dinero para el viaje.

-La japonesa se llama Hoki –respondo orgulloso–. Sé también que en Tokio existe un museo dedicado a las acuarelas de Miller.

-“¿Le gustaría conocerla esta noche?”. ¡Vaya una pregunta! Pues claro que me gustaría estar cerca de alguien que convivió con uno de mis ídolos. Estuvieron casi diez años juntos. ¿No resultará muy difícil pedirle que pierda su tiempo con un simple admirador de su marido?

Aguardo con ansiedad durante el resto del día, subimos a un taxi. La traductora señala un bar vulgar y corriente en un edificio que se está cayendo a pedazos.

Subimos, entramos. El bar está vacío, pero está Hoki Miller.

Disimulando mi sorpresa, intento exagerar mi entusiasmo por su exmarido. Ella me conduce a una sala que hay al fondo, donde ha creado un pequeño museo: algunas fotos, dos o tres acuarelas firmadas, un libro con dedicatoria, y nada más. Me cuenta que lo conoció cuando hacía el doctorado en Los Ángeles y, para ganarse la vida, tocaba el piano en un restaurante, cantando canciones francesas (en japonés). Miller fue allí a cenar, le encantaron sus canciones, salieron unas cuantas veces y le propuso matrimonio.

Observo que en el bar donde nos encontramos hay un piano, como si ella quisiera volver al pasado. Me cuenta anécdotas deliciosas de su vida en común, de los problemas debidos a la diferencia de edad entre los dos (él tenía más de 50 años; Hoki no había cumplido 20). Me explica que los herederos de otros matrimonios se quedaron con todo, hasta con los derechos de autor. Pero eso no tiene importancia: lo que ella vivió está más allá de lo financiero.

Le pido que toque la misma música que, muchos años atrás, tanto atrajo a Miller. Ella lo hace con lágrimas en los ojos, y canta Hojas muertas (Feuilles Mortes).

La traductora y yo nos sentimos conmovidos. El bar, el piano y el eco, en las paredes desnudas, de la voz de Hoki, a quien no le importa la gloria de las otras ex-mujeres, ni los ríos de dinero que deben generar los libros de Miller, ni la fama mundial de la que podría estar disfrutando.

“No valía la pena luchar por la herencia: bastó el amor. Al final, entendiendo lo que sentíamos”. Sí, por la completa ausencia de amargura o rencor, comprendo que bastó el amor.

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