Sabores locales: Gracias a Chantal

Por Epicuro
25 de Septiembre de 2011

Un libro de fotografías de Chantal Fontaine motiva un delicioso viaje gastronómico al cantón Salitre.

Jamás veo televisión. Cada noche busco en mis anaqueles cuál será el libro que me acompañará hasta las doce. Hace poco volvió a mis manos uno lleno de fotos en blanco y negro. Después de recorrer páginas que me hablaron de rostros, paisajes, caballos, añoranzas, inocencia, valentía, piel tostada, me quedé frente a una frase vertida al inglés: “Para comer arroz seco o mojado no hay en el mundo  ninguno mejor que el arroz de Urbina Jado”.

Y es así como, sin quererlo, Chantal Fontaine me impulsó a recorrer con mi auto los  50  kilómetros de Guayaquil a Salitre por la vía a Samborondón. Epicuro quiso echarse una cana al aire, escapar de los restaurantes guayaquileños, ir a ciegas en busca de algún lugar ignoto, algo genuino, sin clientela fija ni publicidad, probablemente barato, algo rústico. Vi el mundo de Chantal a todo color, pero  la esencia era la de un pueblo  congelado más allá del tiempo entre tercenas, cuajada, triciclos, caballos, sombreros, seres de  amable acceso. El lenguaje montubio me permitió saborear la vida de una pequeña ciudad durante una tarde. Hablé con la gente.

Aprendí, escuché. Recorrí con los años casi todo el Ecuador hasta Lago Agrio, Lumbaqui, Zamora, Paquisha. Me trastorna cada detalle en cualquier provincia: las orquídeas salvajes, los puerquitos negros  de cerdas erizadas que cruzan la vía. Basta poco: una flor, el olor del eucalipto, el olor de la tierra, un puente peatonal trémulo sobre un río, una cascada, un vaso de jugo exótico, para justificar a Dios. Ecuador es tan hermoso que ni nos damos cuenta. Nos mata la rutina, preferimos los malls de Miami. La gastronomía nuestra es parte del asunto.

La vía que lleva a Salitre está en perfectas condiciones. Para los ojos: grandes extensiones con ganado, arroz, puestos de venta a lo largo del camino: camote, huevos verdes de gallina criolla de sabor incomparable con yema brillante de color anaranjado, sandías, choclo. Conseguí unas veinticinco libras de arroz por siete dólares donde un mayorista salitreño.

En el centro nos instalamos   en uno de los tantos sitios de comida que  hay en el pueblo. Comí gallina, mi acompañante  prefirió unos diez camarones grandes apanados con papas fritas y un  arroz que se desgranaba fácilmente, tenía muy buen sabor. El seco de pato, los bollos de verde con  pescado de agua dulce (bocachico) son recomendables. Como postre, la malarrabia  (dulce de maduro), torta de camote o de fruta de pan. Gastarán unos pocos dólares, no tendrán  el lujo de un restaurante gourmet, pero pasarán un  día maravilloso, tendrán una experiencia diferente.

El río está ahí: sería maravilloso  construir un malecón como se hizo en el Salado de Guayaquil. Se convertiría en un sitio  más adecuado para el turismo, pues hay  puestos de comida instalados  en la orilla, la gente es extremadamente amable. El actual malecón luce descuidado, con charcos y baches.  Me gustaría poder conversar con el  señor alcalde. Vi que trabajan fuerte en el alcantarillado.

Al volver a casa, recogí todos los colores montubios que había registrado mi memoria, volví a mirar aquel pueblo pero esta vez en negro y blanco; lo guardé religiosamente en el libro de Chantal. Se ama a Ecuador cuando se lo recorre con los ojos abiertos, el corazón dispuesto. No se puede amar bien lo que no bien se conoce. 

epicuro44@gmail.com

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