‘Narcocasas’ en México

11 de Marzo de 2012
  • Un auto (Ford Mustang) en el garaje de la casa que fue de Eduardo Arellano Félix, jefe del cartel de drogas de Tijuana.
  • Eduardo Arellano Félix fue arrestado en el 2008 tras un tiroteo con la policía. Aquí uno de los dormitorios de su casa en Tijuana.
  • Fachada de la casa de Eduardo Arellano Félix, jefe del cártel de drogas de Tijuana.
  • Las casas incautadas están en completo abandono por lo que se han ido destruyendo poco a poco.
  • Fachada de la mansión de Zhenli Ye Gon, un empresario chino-mexicano acusado en el 2007 de lavado de dinero, delitos vinculados con la delincuencia organizada y narcotráfico.
  • Piscina dentro de la casa, donde Zhenli Ye Gon guardaba $ 205 millones en efectivo, dinero del cual no tenía un origen claro.
  • La ex mansión de Zhenli Ye Gon mide unos 1.500 metros cuadrados.
  • La entrada de la mansión del empresario chino Zhenli Ye Gon, acusado de importación de sustancias prohibidas para producir metanfetaminas.
  • Imágenes de la casa de José Jorge Balderas Garza, alias El JJ o El Modelo. La mansión mide unos 1.000 metros cuadrados de construcción en cuatro niveles. Balderas fue acusado como agresor del futbolista paraguayo Salvador Cabañas (en ese entonces delantero del equipo América), y también por estar involucrado en el negocio ílicito de drogas.
  • Imágenes de la casa de José Jorge Balderas Garza, alias El JJ o El Modelo. La mansión mide unos 1.000 metros cuadrados de construcción en cuatro niveles. Balderas fue acusado como agresor del futbolista paraguayo Salvador Cabañas (en ese entonces delantero del equipo América), y también por estar involucrado en el negocio ílicito de drogas.
  • La ex casa de Balderas está ubicada en el lujoso barrio de Bosques de Las Lomas, en la capital mexicana.
  • La ex casa de Balderas está ubicada en el lujoso barrio de Bosques de Las Lomas, en la capital mexicana.
Damien Cave - The New York Times

Un recorrido por algunas de las viviendas en el país azteca muestra cómo lucen las casas incautadas de los traficantes de drogas. Lujo, poder, violencia y extravagancia conjugan en cada una de ellas.

Existen muy pocos secretos inmobiliarios en EE.UU. Los sitios webs han convertido a casi todos los barrios en una enorme casa abierta, con presentaciones de diapositivas, recorridos en video e historiales de precios, en la medida en que las celebridades, desde las muy famosas hasta las poco conocidas, abren sus puertas con frecuencia a las cámaras de televisión y los fotógrafos de revistas.

Sin embargo, aquí en México solo se trata así a las propiedades vacacionales. Las casas donde realmente viven los adinerados mexicanos están, por lo general, rodeadas de rejas o muros que protegen a los residentes contra intrusos, así como su privacidad. Y no hay otras más escondidas que las casas de los narcotraficantes del país.

Están los palacios de leyenda. En las novelas mexicanas y en las películas, las viviendas de los ilícitamente ricos y tristemente célebres son un asunto turbio y lujoso, con escusados hechos en oro, montones de cocaína o billetes por todas partes, y muebles de proporciones enormes. Lo que podría llamarse “narcoarquitectura” o “estilo narco” es un exceso totalmente chabacano –parte Real Housewives, parte Scarface y parte conquistador–  en el imaginario popular.

En realidad, solo parte de eso es cierto. Como corresponsal de The New York Times en México, a menudo paso el tiempo tratando de entender los mundos misteriosos, desde la inmigración ilegal hasta las drogas, y, entre más trato de comprender cómo funcionan las redes delictivas del país, más me pregunto sobre las personas que las operan: ¿dónde viven y cómo es realmente su vida doméstica?

No es necesariamente  el tipo de artículo para el que se puede reportear tocando puertas, aunque hice un poco de eso en Tijuana y Ciudad Juárez, en los casos en los que pude encontrar las direcciones donde ocurrieron incidentes muy conocidos, así como de narcotraficantes muy famosos a los que se detuvo. También conseguí el apoyo de funcionarios de la dependencia federal de subastas de México para que me ayudaran a entrar en varias casas incautadas alrededor de la Ciudad de México, todas ocupadas recientemente por personas con vínculos, conocidos o presuntos, con el crimen organizado, y en México eso significa, por lo general, narcotráfico.

En conjunto, las casas que recorrí eran una mezcla de estereotipos y discordancia. El diseño y los artículos que quedaron indicaban algo ridículo y banal, con toques que eran desconcertantes y trágicos. Había signos evidentes de jóvenes que ganaban y gastaban demasiado con mucha rapidez, pero también los había de vida familiar, peligro, aburrimiento y un deseo manifiesto de parecer sofisticado.

De campesinos a Pachas

Las drogas, como el petróleo, pueden producir pilas de billetes deprisa. Y en varias ciudades mexicanas hay casas enormes con domos que tienen floritura árabe. Incluso, a la mansión en el desierto de Amado Carrillo Fuentes –narcotraficante famoso por transportar cocaína en jets jumbo y por haber muerto después de una cirugía plástica que salió mal en 1997–,  se le ha llamado el Palacio de las Mil y Una Noches, por el libro de cuentos de Oriente Próximo y el sur de Asia, que incluye a Aladino.

En ciudades arenosas como Ciudad Juárez, esos domos aparecen ahora en cualquier parte en la que estén a la venta símbolos de movilidad ascendente, principalmente en centros comerciales de lujo y condominios horizontales.

De hecho, aunque los toques islámicos han significado a menudo riqueza en México, algunos académicos que estudian la cultura del crimen mexicano dicen que los domos o cúpulas  se han convertido en una referencia visual del atractivo imperecedero del narcotráfico: ofrece una forma de ascender. Para muchas personas en México, el delito representa una meritocracia en un país de oligarquía y pobreza.

Trabaja duro, haz lo que se necesite hacer, y un jefe del crimen te recompensará con dinero, coches y responsabilidades.

“Encuentran en el mundo del narco todo lo que no pueden encontrar en ninguna otra parte”, comentó José Manuel Valenzuela,  catedrático de Sociología en El Colegio de la Frontera Norte, un instituto de investigación en Tijuana. “No solo se trata del dinero. Se trata del poder”.

Hacer ostentación de ese poder tenía más sentido en los primeros años del auge en las drogas. En  1970 y 1980, incluso a principios de  1990, construir como reyes impresionaba a los reclutas y competidores.

Sin embargo, al paso del tiempo, a medida que los conflictos han aumentado entre los carteles, y que los gobiernos mexicano y estadounidense se han esforzado más intensamente en tomar medidas enérgicas contra el narcotráfico, los capos han mantenido una actitud discreta, compran casas ya existentes en lugar de construir de cero unas obvias y ostentosas.

En efecto, la mayoría de las casas que visité no era precisamente un palacio. Muchas eran completamente comunes y sombríamente utilitarias, incluida una casa beige de concreto en Juárez, conocida como la Casa de la Muerte, por la docena de cadáveres que se encontró ahí en el 2004.

Aun en el extremo más lujoso del espectro, la mayoría se puede describir mejor como de clase media alta. Metidas en barrios bonitos, por lo general, tenían de tres a cinco recámaras en alrededor de 280 metros cuadrados, sin encanto exterior ni adornos. Lo que más delataba a sus ocupantes: pocas ventanas a la calle y los mejores sistemas de seguridad que puede comprar el dinero.

Consentir a los hijos

En una casa en la Ciudad de México, un monstruo color de rosa de tres pisos con una alberca interior, techada con vidrio, había tres cepillos de dientes tamaño infantil en uno de los baños, presumiblemente del hijo de Zhenli Ye Gon,  empresario chino-mexicano aprehendido en el 2007 por importar sustancias prohibidas, usadas a menudo en la producción de metanfetaminas. (Sostiene su inocencia, aunque las autoridades encontraron armas y más de 200 millones de dólares ocultos en la casa).

Para mí, estos cepillitos de dientes fueron evocadores e inquietantes; el tipo de detalle que perdura porque revela lo que vi en tantas de estas casas: una combinación no solo de exceso y riesgo, sino también de vida en familia.

En la recámara principal, la fotografía escolar del niño y un dibujo que hizo de montañas con mensajes cariñosos para sus padres (“te quiero mamá, te quiero papá”) estaban colocados en una pila con un estuche de terciopelo Faberge, un DVD de una película titulada The corruptor y una jeringa. Un guardia de seguridad señaló el estuche vacío de una pistola Beretta.

¿Cómo, me pregunté, los padres pueden exponer a sus hijos a un oficio tan peligroso? Pensé en Eduardo Arellano Félix, quien se encontraba en su casa con su hija de 11 años durante el tiroteo que condujo a su captura. ¿Pensó que nunca lo atraparían o lo matarían?

El sociólogo Valenzuela señaló que es justo lo contrario. Los niños son una parte importante en la vida del narco,  porque los padres quieren que continúen su legado. También quieren que las personas a las que aman y en las que confían disfruten aquello por lo cual trabajaron.

“Los narcos son muchísimo más complejos de lo que piensa la gente”, dijo Valenzuela. “No son monstruos ni alienígenas de otro planeta. Tienen una gran parte de los mismos valores sociales que todos los demás”.

Mezclar y combinar

Imaginen entrar en una mueblería, donde les dicen que tienen 60 segundos para escoger el mobiliario para quince habitaciones. La mayoría de nosotros se paralizaría. Sin embargo, las viviendas de algunos capos indican que tomaron decisiones apresuradas. Algo parecido a: “Deme uno de cada cosa”.

En la casa más lujosa que vi en la Ciudad de México, otrora ocupada por un importador de fármacos, acusado de conspirar con el cartel de Sinaloa, había mesas barrocas mezcladas con sillones minimalistas de piel, tapetes orientales y una reproducción del Guernica de Picasso.

En una casa más modesta, junto a un campo de golf, cuyos muebles se habían subastado, solo quedaba una mesa sobre la que había una colección variada de partes de artefactos y baterías de cocina con diseños dispares, todo vigilado por un ángel alto de cerámica.

Valenzuela aportó elementos para comprender estos interiores caóticos. Uno de los grandes mitos del mundo de las drogas me dijo, es que la riqueza llega fácilmente. “No es fácil, tienes que arriesgar la vida”, expresó. “Es rápido”.

Y parece que así fue como estos narcotraficantes gastaron el dinero: en forma desenfrenada, como si tuvieran un arrebato por comprar y una fecha límite impuesta por una profesión peligrosa.

La oficina doméstica

Muchos narcotraficantes, en todo el mundo, trabajan desde su casa, de tal forma que esta tiende a ser el despliegue de una mezcla de negocios y vida cotidiana. Esto es especialmente cierto en la casa a desniveles de José Jorge Balderas Garza, alias el  J.J., un lugarteniente confeso de Édgar Valdez Villarreal, apodado La Barbie, exestrella del fútbol americano en Texas, quien se convirtió en jefe en Acapulco.

El inmueble, en las colinas norteñas y caras de la Ciudad de México, tiene recámaras en el piso superior, cerca de la puerta principal. Abajo hay una cocina y un comedor que transformaron en un extenso salón de pesas con espejos, que da a una sala dominada por un enorme escritorio de madera en un rincón.

“Mire esto”, dijo al entrar mi guía de la visita gubernamental. Había pasado como un año desde que la policía aprehendió a Balderas, y el escritorio todavía estaba cubierto con evidencia del trabajo del J.J.: bolsitas de plástico y ligas, estuches vacíos para pistolas Glock. Dentro del escritorio había  cajas de pastillas y líquidos cuya venta requiere receta médica, incluida una hormona usada con frecuencia para aumentar la musculatura.

Cerca, encima del escritorio, había dos chupones para mamaderas, algo incongruente dado que el piso inferior era una caricatura de un departamento de soltero, con luz negra, cortinas de terciopelo rojo, muebles con estampado de cebra, un bar y hasta una bola de espejos.

 

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