Contra los mitos

Por Clara Medina
28 de Junio de 2015

Horacio Castellanos Moya, salvadoreño nacido en 1957, es uno de los grandes escritores latinoamericanos. Lo acabo de leer con fascinación. Me pregunto cómo no fascinarse con esa pequeña gran novela titulada El asco: Thomas Bernhard en San Salvador. Es una obra provocadora. Incitadora. Sin concesiones. Admito también que se la podría odiar, pero creo que lo que jamás se haría es abandonarla. La curiosidad de saber en qué termina quizá sea mayor.

Edgardo Vega es un salvadoreño de clase media, historiador de arte y profesor universitario, que tras 18 años de residir en Canadá vuelve a El Salvador para el funeral de su madre. Contrariamente a otros migrantes, que tienen nostalgia por su tierra, por su familia y amigos, por la comida, por los paisajes que dejaron, Vega no siente sino repulsión por todo ello y no se lo guarda. Lo dice. Lo grita. Su estadía de dos semanas en El Salvador no le causa sino incomodidad. Una tarde se reúne en un bar con Moya, uno de sus antiguos compañeros de colegio, y le cuenta todo lo que siente y piensa. Es Moya el narrador de la historia. Es Moya el que cuenta lo que piensa este hombre treintón, que tiene una mirada descarnada sobre su país. Cuestiona las categorías de nación, de identidad, de patria, de familia, de cultura. Critica el consumismo, la política, la banalidad. Es un ajuste de cuentas con todo y con todos.

Edgardo Vega denosta ser salvadoreño, porque El Salvador le parece el peor país para haber nacido. Por ese motivo se fue y adoptó la nacionalidad canadiense. Hay en las reflexiones de este personaje una concepción según la cual existen grandes naciones y paisitos como El Salvador.

En la novela habla de su educación religiosa como una de las mayores opresiones que vivió. La califica como la más asquerosa escuela para la sumisión del espíritu. Y allí encontramos un fuerte rasgo latinoamericano. La religiosidad es una imposición de la conquista que persiste hasta hoy y que ha moldeado la forma de ser y de vivir de los habitantes de este continente. Otro rasgo de nuestras sociedades latinoamericanas es la migración, por los conflictos o por trabajo, a países desarrollados. Y aquí Vega pretende diferenciarse. Aclara que él se fue por decisión propia. No por necesidad. También incluye al fútbol como una de las pasiones de la mayoría. Y el proceso urbanizador, en el que se destruyen cerros y montañas para construir ciudadelas cerradas, que se convierten en barrios exclusivos de las clases media y alta, a quienes califica como ignorantes. Cuestiona, asimismo, la educación, que se ha convertido en un negocio.

Vega se coloca en un lugar central, en el lugar del que sabe, para desde allí hablar. Pero no deja de ser una treta. Es su ardid. Desde esa voz, que aparentemente lo tritura todo, lo demuele todo, está hablando, quizá más que ningún otro, de lo que le duele de su país. Vemos que a partir de la negación del ser salvadoreño habla precisamente del ser salvadoreño. Es como si la imprecación fuera su único modo de acercarse, de acceder a ese espacio al que sabe que ya no pertenece, porque incluso ya no se llama Edgardo. Ha cambiado hasta su nombre.

Si algún día El asco cae en sus manos, no dejen de leerla. No les será indiferente. (O)

claramedina5@gmail.com

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