Cien años a lomos de Platero

04 de Mayo de 2014
  • El hogar. Casa natal de Juan Ramón Jiménez (1881-1958).
  • Colón, la otra memoria de Moguer, solo merece un solitario busto.
  • De bronce. Platero en la casa museo de Juan Ramón y Zenobia Camprubí.
  • Reminiscencias colombinas. El convento de Santa Clara es uno de los ejemplos más importantes de la arquitectura mudéjar.
  • Restaurante español. La Bodeguita de Los Raposo es un rincón típico andaluz con arte y solera.
  • En la Plaza del Cabildo está la estatua del poeta Juan Ramón Jiménez.
Alfonso Reece Dousdebés, especial desde España

Una primicia de La Revista: la visita a Moguer en España, lugar de nacimiento de Juan Ramón Jiménez.

Tenía trece años cuando leí por primera vez Platero y yo. Demasiado temprano, Juan Ramón Jiménez, su autor, advierte que no es libro para niños, sin embargo pude apreciar el esplendor del idioma y la magia de sus imágenes.

Nueve lustros llevo deslumbrado por esta “elegía andaluza”, arrebato que se ha reforzado al adentrarme en el resto de la obra del escritor. Por eso siempre soñé en conocer Moguer, el pueblo que quizá es el verdadero protagonista de la obra. El sueño se hizo realidad este año, justo el del centenario de la publicación. En avión hasta Barcelona, en tren hasta Sevilla, de allí en un bus a Huelva y en otro que nos deja, por fin, en el anhelado destino que se delata por la torre de tonos ocres de la iglesia de Nuestra Señora de la Granada, que a veces el poeta compararía con la Giralda.

En la plaza de la Coronación, donde nos deja nuestro transporte, no se ve un taxi, pero no queda lejos el hotel en la plaza del Escribano y hacia allá voy a pie. Se me recibe con un plato de fresas, tan grandes como un puño, cuyo cultivo es en la actualidad la principal actividad económica de la zona. Esto, que no era así hace cien años, explica la relativa prosperidad que se nota. Sin embargo de los cambios, Moguer mantiene un aire y un estilo que permite reconocer en él, todavía, “el nido límpido y cálido” del más preclaro de sus hijos.

La villa tiene ahora 20 mil habitantes y parece haber sido edificada en torno a la memoria del ganador del Premio Nobel de Literatura de 1956. Cada rincón tocado por la biografía de Juan Ramón ha sido preservado y enaltecido. En muchos puntos azulejos de colores recogen las citas de su obra relativas al lugar. En la plaza del Cabildo resaltan un monumento al escritor rodeado de musas y una estatua en bronce de su asno, que junto con el Rucio de Sancho Panza y el asno de oro de Apuleyo, es de los burros más famosos de la literatura. A la memoria del poeta se ha añadido, con justicia, la de su esposa, Zenobia Camprubí Aymar, quien fuera su apoyo decisivo e inspiración definitiva:

“¡Solo tú, solo tú! Sí, solo tú. Yo no he nacido, ni he de morir. Ni antes ni después era nada, ni sería nada yo sino en ti”.

Zenobia, mujer de cultura e inteligencia exquisitas, se sacrificó íntegramente en el culto al vate moguereño, soportando su hipersensibilidad y poniendo el mundo a su disposición, para que pueda cincelar su fina poesía y su prosa delicada. Por eso el nombre de Casa Museo Zenobia y Juan Ramón, constituida en la que el autor llama en Platero “mi casa”, en la que transcurrió su infancia y juventud. Hay allí muchos recuerdos de la vida de la famosa pareja, la evocación se hace materia en la cama matrimonial, en los manuscritos, en la máquina de escribir, en la biblioteca. Y el relato cobra vida en los rincones del edificio descritos en la obra: el aljibe, la cuadra, los aperos, la vidriera de colores, el patio.

Casa-museo

La casa natal de Juan Ramón Jiménez también es un museo y está situada en la calle Zenobia Camprubí, esquina con la calle de la Ribera. No lejos de allí corre la Andaluz Universal, parece que no hay suficientes vías en el pueblo para honrar al más famoso de sus nativos. Él salió muy niño de esta casa, pero le cuenta a su burro: “Aquí, en esta casa grande, hoy cuartel de la Guardia Civil, nací yo, Platero. ¡Cómo me gustaba de niño y qué rico me parecía este pobre balcón... Desde el mirador se ve el mar”. Recorremos la calle de la Ribera que da hacia a unos prados como los descritos en el libro, llenos de flores amarillas y amapolas, allí está un asno de verdad, que al acercarme se viene a mí afectuoso... tal actitud me persuade de que lleva sangre del “dulce y trotón” animal de la elegía. Los campos se deslizan hacia el río Tinto, que Jiménez defendería con madrugadora y profética conciencia ecológica.

Hay la calle de Aguedilla, la de Sarito, el bar Zaratán, el edificio Almoraduj... todos nombres de remembranza juanramoniana. Una farmacia veterinaria se llama, ¡cómo se iba a llamar si no Darbón, nombre del médico de Platero! La calle Nueva, de la que nos habla varias veces Juan Ramón Jiménez en sus libros ahora lleva su nombre. Está bonitamente iluminada con faroles apropiados, pero en la noche estaba tan solitaria que oía el eco de mis propios pasos, de pronto, detrás de mí escuché voces en un idioma extraño. Un grupo de cinco jóvenes africanos pasó a mi lado sin tomarme en cuenta, es probable que hubiesen venido a trabajar en los campos de fresas... en el bus en que llegué venían otros. Pienso que al enorme poeta y humanista esta presencia no le incomodaría, me baso en la actitud que demuestra ante Sarito, el maletilla negro, a quien acoge con afecto, reprobando el racismo de los labradores, según se lee en su obra más famosa.

Pero esto, siendo tanto, no es todo en Moguer. El culto al “andaluz universal” compite con los recuerdos de Colón... cuya memoria no lo entusiasmaba: “Colón no me da demasiado bienestar, Platero. Que si paró en mi casa, que si comulgó en Santa Clara, que si es de su tiempo esta palmera o la otra hospedería... Está cerca y no va lejos”. Pero no se puede eludir la figura del almirante, sobre todo si se proyecta desde el bellísimo convento de Santa Clara, construido en el siglo XIV, cuya abadesa apoyó el viaje descubridor, tras el cual en agradecimiento velaron los marineros una noche en su iglesia.

A poca distancia de allí, sobre la ría de Huelva, que forman el Tinto y el Odiel, está Palos de la Frontera, desde donde zarparon las tres carabelas, entre las que se contaba la Niña, propiedad de los moguereños hermanos Niño. Contra la leyenda de que esas naves vinieron repletas de delincuentes, la historia da cuenta de numerosos hombres honorables y hasta ricos de este pueblo, que participaron en la aventura.

En el mismo monasterio están los sepulcros de los Portocarrero, los señores de Moguer, de quienes es actual sucesora ese engendro mediático que tiene el título de duquesa de Alba. No doy por completa la visita a ninguna urbe ni población si no he visitado por lo menos un cementerio. Y es que la vida no se entiende sin la muerte, aunque en verdad poco me dicen los yacientes de Santa Clara.

A Colón nuestro escritor prefería los romanos: “Los que me gusta sentir bajo mí, como una raíz fuerte, son los romanos, los que hicieron ese hormigón del Castillo que no hay pico ni golpe que arruine”. El Castillo es la ruina de una fortaleza primero romana, luego árabe... así es España, así es Europa, por historia no falta. Pero lo que queda deja casi todo para la imaginación. Por lo que nos vamos a cenar en la Bodeguita de los Raposo, unos andaluces que hacen honor a la fama de calidez de su tierra. Insinúan estar relacionados con el personaje de ese nombre “sobrio, seco y sencillo” que aparece varias veces en Platero, en especial en el intenso capítulo de La sanguijuela.

En la mesa, a más de la comida andaluza o española, acude el pan (“Te he dicho, Platero que el alma de Moguer es el vino, ¿verdad? No; el alma de Moguer es el pan”) y por supuesto el vino que hacía la prosperidad de Moguer, y de la familia del escritor, hace un siglo (“Platero, te he dicho que el alma de Moguer es el pan. No. Moguer es como una caña de cristal grueso y claro, que espera todo el año, bajo el redondo cielo azul, su vino de oro”).

Al salir me di cuenta de que cerquita de allí, está la calle de San José. Pensé que si la recorría, a lo mejor, me vería el niño tonto que estaría “a la puerta de su casa, sentado en su sillita, mirando el pasar de los otros...”, pero no, no estaría, porque contó Juan Ramón que se fue al cielo, donde ahora estará junto al poeta viendo desde arriba a un lector sudamericano recoger el rescoldo de tanta poesía por “ese pueblo, una blanca maravilla; la luz con el tiempo dentro”.

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