Flor de Manabí: Deliciosa y fragante tradición cafetera

22 de Enero de 2012
Texto y fotos: Jorge Martillo Monserrate

Desde hace 60 años, los Villacís ofrecen a Guayaquil su delicioso y tradicional café.

Esta historia está marcada por el aroma y el sabor del café. Pero del Café Flor de Manabí. Su primer sorbo comienza en 1947. Cuando Hipólito Villacís Mero, manabita de pura cepa, a bordo de su bicicleta empezó a distribuir fundas con libra y media libra de café entre las tiendas del centro de Guayaquil.

Dejaba el producto a consignación y cobraba después de ocho días. El negocio prosperó y en 1952 inauguró Café Flor de Manabí, tienda hasta hoy ubicada en Lorenzo de Garaycoa 2202 y Huancavilca.

Siempre el grano fue molido en presencia del cliente. Esa mágica costumbre y la calidad del café son las principales fortalezas del negocio de los Villacís. Aunque ahora algunos clientes andan apurados y prefieren llevarse el café enfundado con anterioridad, perdiéndose así la ceremonia de la molida del grano.

Años atrás –cuando la libra costaba diez mil sucres, ahora su valor es tres dólares y medio–, conversé con Hipólito Villacís, fundador del sitio. Pero él murió en el 2003 y al frente del negocio ahora está su hijo Abraham Villacís Cervantes, ayudado por su madre, Aderita Cervantes y su hermana, Mónica.

El tradicional Flor de Manabí sigue intacto. Antes de entrar, uno es atrapado por el grato y estimulante aroma de ese café tostado y molido. En la tienda, el grano ya tostado permanece en sacos, es extraído de ahí con unos cucharones de hojalata y echado en los antiguos molinos eléctricos que aún funcionan, después el café es pesado en la fiel romana y empacado en fundas plásticas y de papel, pese a ello el aroma persiste como un amante necio. Casi todo sigue igual. Ni don Hipólito Villacís está ausente porque un retrato suyo cuelga de una pared como vigilando que su Flor de Manabí no cese de florecer.

Una flor filtrada gota a gota

Ese sábado, mientras atiende a sus clientes, Abraham Villacís recuerda que desde sus diez años ayudaba a su papá: “Abría las fundas, las engrapaba, despachaba, sabía tratar al público y después también darle mantenimiento y arreglar los molinos, él se dio cuenta que era capaz, por eso estoy aquí”, cuenta que don Hipólito siempre quiso que el negocio siga en pie y es lo que están haciendo los Villacís. Atienden de lunes a sábados desde la siete de la mañana a ocho de la noche y los domingos hasta el mediodía. El único día que no ofrecen su Flor de Manabí es el 1 de enero.

Villacís Cervantes, guayaquileño de 42 años, por la mañana es profesor en un colegio fiscal y aunque posee el título de abogado su pasión es el café, esa bebida que le alegra la vida a sus clientes. Algunos lo conocieron desde niño y aún frecuentan su tienda.

Abraham cuenta que el nombre del café es en honor a Flor, una grata amiga de su padre, y Manabí porque su progenitor era oriundo de Manta. Además, como hecho curioso, el grano que ofrecen siempre lo han traído de diversos puntos de la provincia de Loja, actualmente de Catacocha porque el mejor café se cultiva en la altura, salvo en ciertos sectores de Manabí.

Sus proveedores son los de siempre, con ellos, a más de una relación comercial, existe amistad y honor porque se trabaja a crédito, no con dinero en efectivo. A mi pregunta de cuáles son las características de un buen café, Villacís toma un puñado de granos y oliéndolo responde: “Un buen café es tanto el olor como el sabor. Al tomarlo uno siente el olor y en el primer sorbo, la alegría, la satisfacción de ese saborcito amargo. Eso ocurre al tomar Flor de Manabí”.

Los Villacís utilizan granos seleccionados de café arábigo. Sus proveedores lojanos le envían el café crudo. Acá, en Guayaquil, utilizan los servicios de una tostadora. Ese grano tostado llega a la tienda y es molido en las dos antiguas máquinas Hobart que ronronean como gato engreído pero eficiente.

Comenta que es necesario saber cuál es la molida que le gusta al cliente. “Por ejemplo, viene uno y me dice: ‘Quiero ese café pepa que siempre me da, entonces quiere uno molido finito. Hay los que no tienen tiempo y necesitan que el café filtre más rápido, entonces hay que molerlo un poquito más grueso pero tampoco que pierda su punto. Además no es lo mismo tomar café de una cafetera que de un filtro, aunque este es un instrumento y lo importante es la calidad del café”.

Abraham manifiesta que últimamente hay cierto auge de cafeterías y bebedores de café tostado y molido, aunque los más jóvenes nacieron con la cultura del café instantáneo. Pero el café colado es superior porque es natural, sin químicos ni preservantes. “Usted lo huele, se lo toma y la satisfacción es total. Lo excelente del café es que te da energía –lo expresa con orgullo–. Buen café, buena energía”.

La tienda Café Flor de Manabí tiene una antigua clientela que ha fomentado entre sus hijos la costumbre de beber café colado y algunos de estos son también sus actuales clientes.

Cuenta que hay un señor –y como él varios de sus clientes– que asegura que si no toma una tacita de café Flor de Manabí no puede empezar a trabajar. Esos clientes visitan la tienda y mientras charlan son testigos de cómo Abraham Villacís agarra el cucharón de lata, toma el café en grano del saco y lo introduce en la tostadora que empieza a molerlo. Cuando el proceso termina, el aroma es más intenso, pese a que es empacado en varias fundas, el aroma no cesa.

Ese sábado, las últimas palabras de Abraham Villacís Cervantes, heredero de una tradición cafetera, son: “Si uno se quiere tomar un buen café tiene que levantarse bien temprano, hervir el agua, poner el café en el filtro y esperar gota a gota, porque quien gusta del café tendrá la paciencia y todo el tiempo necesario para tomarse su buen
café”.

Esta historia marcada por el café termina aquí. Porque este cronista va a prepararse, gota a gota, su café pasado.

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