Personajes de las veredas guayaquileñas

04 de Octubre de 2015
Texto y fotos: Jorge Martillo M.

Mirada a personajes populares que pueblan las calles de nuestra ciudad. Cada uno en sus actividades forma parte del folclore de Guayaquil.

¿Cómo sería Guayaquil sin sus personajes populares? Siempre me pregunto. No me imagino al Guayaquil de mi tiempo sin las coplas que imprimía en hojas volantes y vendía por las calles el Rey de la Galleta. Sin las canciones que, a cambio de unas monedas, interpretaba Clarita en el Parque Centenario, siempre con un micrófono desconectado y un birrete de bachiller sobre su rostro excesivamente maquillado.

Sin las ocurrencias del Loco Matute en los escenarios deportivos porteños. Ellos y tantos otros ya murieron. Pero ahora hay otros personajes que con su arte, excentricidad y trabajo diario pueblan nuestras calles.

 

Kaliman
El hombre increíble en Guayaquil

Por su vestimenta es un personaje excéntrico. Viste todo de blanco. Su cabeza está coronada por un turbante. Calza sandalias o zapatos deportivos. Un palo de escoba es su cayado. Un bolso donde guarda sus libros santos cuelga de un hombro.

Se lo ve por calles o parques leyendo la Biblia. Es un solitario de áurea mística perseguido por niños curiosos. Los vendedores ambulantes le convidan pan, frutas y jugos. Los choferes pitan a su paso y los pasajeros gritan: ¡A Kalimaaan!, y él alza su mano en señal de saludo que más parece una bendición. Sin lugar a dudas, tiene un tornillo suelto. Pero es totalmente inofensivo.

Él nos remite a Kaliman, el hombre increíble, una de las más populares revistas de aventuras de México y Latinoamérica, que se empezó a publicar en 1965.

Pero quién es y cuál es la historia de este Kaliman. En mi época de estudiante, lo veía ingresar a la Universidad Católica y subir al cerro ubicado atrás de la facultad de Medicina. Ignoraba qué iba a hacer allí. Siempre quise saber su historia. Hasta que me informaron que vivía en la parte alta de la ciudadela Bellavista. Años atrás, lo ubiqué en el parque del antiguo mirador Halley. Ahí solo y sin feligreses, cantaba y predicaba. Atenazaba el Nuevo Testamento y Cantemos al Señor. Los vecinos pasaban, saludaban y volvían a lo suyo. Un guardián me informó que vivía en el cerro. Después de predicar, lavaba su ropa porque le gusta lucir inmaculado. Se baña y desciende. Regresa a dormir bajo la luna.

Lo abordo, no desea hablar. Pero su nombre es Miguel Pérez, nació en 1932 en Cañar. Llegó al puerto a los once años. Aprendió el oficio de panadero, formó un hogar, tuvo un hijo y vivía en el Guasmo. Anduvo en borracheras con malas amistades. Cuando empezó a leer la Biblia y abandonó la vida mundana, se separó de su familia y de la panadería. Viste de blanco y turbante porque así está sellado contra el mal. En la cima de la montaña: “Busco los cerros altos para estar más cerca del Señor. Estoy aquí porque es como la roca de San Pedro”. De pronto y en son apocalíptico dice: “Vendrán lluvias, vendrán vientos, vendrán inundaciones y se destruirán todas las casas de abajo, pero la roca jamás”. Desde 1972 viste de blanco, capa y turbante.

Casi al mediodía desciende a las calles vivas. Camina por esa ciudad que un día será destruida por las aguas y los vientos. Es cuando vemos a Kaliman, el hombre increíble de Guayaquil.

 

Los lagarteros
Calle bohemia de Guayaquil

Durante la noche, la calle Lorenzo de Garaycoa entre Colón y Sucre se convierte en La Lagartera, sede de músicos populares que la gente contrata para animar fiestas o llevar románticos serenos. La mayoría llega tras un trío: un cantante, un requintista y un guitarrista.

En La Lagartera, los músicos están bajo los portales y la luna. Abrazados, casi atados a las cuerdas de sus guitarras y requintos, agitando y haciendo sonar las semillas de las maracas. Arrullando a la noche con sus voces. Tiempo atrás, el desaparecido Wacho Figueroa me contaba que después de tantas serenatas era un experto eligiendo el repertorio. Para una reconciliación, la primera canción debía ser: Perdón, vida de mi vida. A decir de esos músicos, la costumbre del sereno no se ha perdido, pero ha disminuido por la situación económica. Todo romántico desea llevar una serenata, pues las flores se marchitan y los recuerdos se deterioran, pero un sereno queda grabado en la memoria de por vida.

Los músicos creen que es romántico cantar bajo una ventana, aunque sea recibido con sorpresas. “Uno estaba tocando y cantando cuando ¡zas! venía una agua encima y era pestilente, me imagino que meados”, comenta entre carcajadas.

Un poco antes de la medianoche empiezan a llegar los clientes. Los músicos más viejos cuentan que la primera base estaba en Clemente Ballén y Quito, en el sector del parque La Victoria, donde existía una pequeña piscina ornamental con dos lagartos de piedra. Y como ellos paraban ahí, la gente empezó a decir: “Vamos a La Lagartera, no decían vamos a donde los músicos, así nació ese término”. Ayer, hoy y siempre, La Lagartera será sede del sereno romántico y popular.

No imagino al Guayaquil de mis desvaríos sin estos personajes de vereda.

 

Ferny Páez
Boxeador noqueado por los libros

A esa librería –Pedro Moncayo 1522 entre Sucre y Colón– ningún comprador puede ingresar porque está tomada por los libros. ¿Cuántos miles de ejemplares caben en 4 metros de ancho, 5 de alto y 11 de fondo? Siempre le pregunto a Ferny Páez Micolta, su propietario que atiende todos los días de 10:30 a 19:00. Pero no siempre fue así. Hace catorce años el Negro Páez abrió su local. Uno podía curiosear por sus estantes. Poco a poco se fue poblando con ejemplares que llevaban los recicladores y deudos que vendían las bibliotecas de sus finados. Ahora en la vereda de Pedro Moncayo están las cajas y sacos con los libros de más reciente llegada. Pero cuando un cliente necesita un texto determinado, el Negro escala por su biblioteca de babel hasta dar con su letrado objetivo. “Los libros ya están clasificados, pero solo yo sé dónde están y los encuentro”, asegura ante mi asombro.

Pero no siempre fue así de libresca su vida. A los 18 años debutó como boxeador. A partir de 1980 siempre peleó en su peso de mediano completo. Fue tres veces campeón nacional y vicecampeón en el Campeonato Sudamericano de Box de 1983. “Nunca tuve una pegada contundente, siempre fui más técnico”, dice quien se retiró después del Campeonato Sudamericano de Argentina de 1989.

Fue entrenador de la selección de Zamora Chinchipe. Después volvió al box como profesional y peleó unas quince veces. Cuando los empresarios dejaron de organizar combates, colgó los guantes. Entonces en una esquina empezó a vender los libros de su biblioteca. Primero no le gustaba leer. “Después me di cuenta de que había vivido con los ojos vendados”.

En su local, uno encuentra libros desde 50 centavos. Entre sus clientes recuerda al fallecido escritor Carlos Calderón Chico, a intelectuales como Wilman Ordóñez, Willington Paredes, y otros. Los libros han invadido la vida del Negro Páez. (I)

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