Copiar. Pegar. Deshacer

Por Connie Hunter
13 de Enero de 2013

“Más de un docente se habrá indignado al descubrir algún caso de plagio en su clase. Así como más de un profesional habrá rabiado al comprobar una situación semejante en el campo laboral”.

Es evidente que la acción de copiar antes resultaba mucho más compleja de lo que es ahora. Implicaba una tarea manual que quitaba tiempo y requería paciencia, especialmente si se trataba de imágenes o textos largos. Para copiar una idea se necesitaba (y necesita) además tener otras destrezas, tales como el cinismo, puesto que conlleva también una carga social poco agradable. O la constancia, ya que la mentira debe mantenerse el mayor tiempo posible.

“Conócete a ti mismo”, frase esculpida aproximadamente en el año 500 a.C. por el espartano Quilón en la entrada del templo de Apolo en Delfos, es el primer registro de disputa de derechos de autor que se conoce en la historia, como cita el filósofo alemán Helge Hesse en su libro La vuelta a la historia en cincuenta frases. Dicha expresión, simple y ya a estas alturas popular, al parecer fue original de Tales de Mileto. Otros dicen que fue del estadista Solón o incluso de Femonoe, la primera sacerdotisa del Oráculo de Delfos.

Hoy que las redes están invadidas por filósofos que esculpen a cada segundo trinos y estados, copiar y pegar un contenido no toma ni un segundo. Hay fotos, dibujos, chistes, frases a las que ya resulta complejo encontrarles la autoría, a menos que alguien la reclame. Toca desenredar el ovillo para encontrar el origen y eso, a veces, resulta casi imposible. Los fotógrafos buscan maneras de dejar su huella en las imágenes con sellos de agua o firmas. La tecnología les otorga la posibilidad de dejar información en el archivo digital que permita saber qué cámara se usó, dónde se hizo la foto y en qué fecha. No es información que está a la vista del internauta pero que, escarbando un poquito, se puede conocer.

Un informático forense siempre puede recuperar la información que ayude a encontrar el origen de los archivos. Sin embargo, hay quienes a eso les importa muy poco. Entonces copian y pegan contenidos, imaginando que en esta marea de información global nadie sabrá nunca su origen. Muchos apelan a la coincidencia. Y claro, siempre es posible que dos personas en el planeta lleguen a conclusiones, tracen dibujos o hagan fotos parecidas. Pero también queda la duda en el espectador cuando estos no son parecidos, sino idénticos.

Si esto ocurre en documentos académicos o profesionales, ya sean tareas, investigaciones o tesis, el problema se agudiza. Más de un docente se habrá indignado al descubrir algún caso de plagio en su clase. Así como más de un profesional habrá rabiado al comprobar una situación semejante en el campo laboral. Lo lamentable es que el autor del plagio no sienta rabia ni indignación consigo mismo y que no se percate del daño que se está haciendo al no permitir que sea su cerebro el que desarrolle nuevas y posiblemente mejores ideas.

Si bien el plagio data de miles de años atrás, la generación del copiar-pegar instantáneo nació con la masificación de la tecnología. Ya no se necesita ser paciente ni perseverante. No hace falta el papel carbón ni el papel sketch. Solo hay que aplastar las teclas correspondientes y ser caradura. De esa forma, se asegura de que la información no tenga tiempo de pasar por el filtro de la razón y análisis, que no haya ningún tipo de aprendizaje ni de aporte a la sociedad. Y, por supuesto, que la conciencia no despierte. Después de todo esta generación está convencida de que aplastando otras teclas todo, virtualmente, lo puede deshacer.

chunter@eluniverso.org

Twitter: @conniehunterdg

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