Santa Elena ‘Piedra maldita’ del exilio de Napoleón

20 de Mayo de 2012
  • Panorámica de Jamestown, capital de la isla Santa Elena.
  • Grabado de Napoleón Bonaparte en la isla Santa Elena, del artista francés Jean P. Marie Jazet (1788-1871).
  • La tumba vacía de Napoleón es uno de los puntos turísticos de la isla.
  • Longwood fue una de las residencias de Napoleón B.
  • La casa Longwood conserva objetos originales que usó N. Bonaparte.
Anthony Mancini - The New York Times

Esta isla forma parte del territorio británico. Fue el lugar donde el emperador francés terminó sus días. Hoy luce como una pequeña ciudad donde la mayoría de sus habitantes viven del oficio de la burocracia.

Estaba parado en la cubierta posterior del Royal Mail Ship St. Helena de 128 pasajeros, en la penumbra previa al amanecer de una mañana del otoño pasado, con la vista fija en una isla que parecía surgir del mar encrespado, una catedral ruinosa de piedra volcánica envuelta en la niebla.

Era una fortaleza natural empinada aumentada por almenas hechas por el hombre, que brillaban con oxidados cañones que dominaban lo más alejado del océano circundante. Conforme se elevaba el sol, su paleta transformaba lo negro en pizarra y pardo rojizo. Después de cinco días de navegación y un día en el puerto de Ciudad del Cabo debido a un problema con el motor, habíamos llegado a nuestro destino, la isla de Santa Elena.

Este promontorio de tierra en el Atlántico Sur, rodeado por miles de kilómetros de agua y no mucho más, fue donde, después de años de registrar las casas embrujadas de la historia y la literatura en busca del fantasma de Napoleón, finalmente lo encontré. Fue en esta remota isla que el depuesto emperador fue exiliado y murió.

Algo de historia

Napoleón llegó a Santa Elena, un protectorado británico, hace casi 200 años a bordo de los tablones encharcados del HMS Northumberland, después de haber sido capturado por las potencias aliadas. Las autoridades británicas le escribieron a Napoleón que sería confinado ahí para evitar que “perturbara la paz de Europa”.

Sus enemigos habían elegido bien. Entonces como ahora, la isla de Santa Elena es uno de los lugares más inaccesibles y de apariencia más siniestra del mundo, al que se llega solo en el barco correo, que viaja ahí una vez al mes desde Ciudad del Cabo, o en yate privado (aunque se tiene programado abrir un aeropuerto en el 2015).

Rincones para visitar

La isla, con una población de aproximadamente 3.500 habitantes, ocupa 122 kilómetros cuadrados y se ubica a unos 1.930 kilómetros de la costa de Angola y 2.900 kilómetros de Brasil. La tierra más cercana es la Isla de la Ascensión, 1.131 kilómetros al norte, que también es un territorio británico que sirve como base aérea para la Real Fuerza Aérea y EE.UU.

La vista de paisaje lunar conforme nos acercábamos por mar no revelaba las colinas y valles sorprendentemente verdes del interior. Es una tierra de contrastes y contradicciones, las piedras negras de la Bahía Arenosa en el sur chocaban con los prados verdes del cercano Monte Agradable; el sol tropical de Deadwood Plain moderado por las pérgolas del Valle del Geranio. Sin embargo, muchos turistas hacen el viaje, que en el barco correo ofrece pocas comodidades: dos salones, cubiertas para tomar el sol, un comedor formal y una piscina no mucho más grande que un chapoteadero.

En el destino final, no hay playas de arena, hoteles de cinco estrellas, chefs famosos o clubes nocturnos llenos de celebridades. Tampoco hay cajeros automáticos, negocios que acepten tarjetas de crédito o torres de telefonía celular. Y la isla, hace tiempo dependencia de Gran Bretaña, carece de una economía local vital. Su principal motor económico es la burocracia británica.

Así que la mayoría de las personas que navegaron conmigo, aparte de algunos aventureros y muchos residentes que regresaban para hacer una visita o de manera permanente, tenían una razón especial para ir. Yo viajaba con mi esposa, María, para continuar investigando sobre la vida de Napoleón Bonaparte para una novela.

Había visitado muchos otros lugares conectados con su historia, incluido su lugar de nacimiento, Ajaccio, Córcega, y el lugar donde descansa, Les Invalides, en París.

El viaje a Santa Elena me pondría en contacto íntimo con sus últimos años, permitiéndome caminar los mismos gastados suelos de duela que él recorrió, seguir los senderos por los que él anduvo y convocar más fácilmente a su espíritu.

En tierra firme

Anclamos frente a la costa, en la Bahía Jamestown, y fuimos transportados en barcazas del barco al muelle. Entramos en Jamestown, que se vuelve un hormiguero de actividad cuando atraca el barco.

El arco de piedra que conduce a la plaza principal data de 1832 y está labrado con el escudo de armas de la Compañía Británica de las Indias Orientales, que gobernó la isla por un tiempo, y una imagen del chorlito de Santa Elena, una especie nativa y en peligro de extinción.

Los edificios georgianos y de estilo Regencia le transportarían a uno al siglo XIX, si no fuera por los autos que atestaban las calles adoquinadas. Los tres principales sitios napoleónicos –los Briars, Longwood y la tumba de Napoleón– destacan bajo la ondeante bandera tricolor.

La reina Victoria transfirió la Vieja Casa Longwood, los jardines circundantes y la tierra en torno a la tumba en el Valle del Geranio al régimen francés en 1858.

La primera casa de Napoleón en la isla fue los Briars, donde pasó unas semanas mientras su residencia permanente en Longwood estaba siendo remodelada. Fue cedida a Francia en 1959 por Dame Mabel Brooks, una descendiente australiana de la familia Balcombe. Betsy Balcombe era una adolescente que deleitó al emperador con sus bromas y actitud poco ceremoniosa durante su breve estadía en el pabellón en la propiedad de William Balcombe, proveedor de la Compañía de las Indias Orientales.

El pabellón se ubica en un sitio sombreado rodeado por jardines donde uno fácilmente pudiera imaginarse el hechizo de Napoleón. La pequeña casa de una habitación ha sido restaurada a su original estilo neoclásico, con muros verde imperial y muebles del periodo. Hicimos una escala en la Casa Doveton en el Monte Agradable, donde Napoleón compartió su champán y alimentos con la familia de William Doveton, un miembro del concejo municipal (a cuya hija el emperador llamaba “la niña más bonita de la isla”).

Ahí imitamos a Napoleón y su séquito almorzando en el jardín que da a la Bahía Arenosa. Un corto recorrido desde los Briars lleva a los visitantes a la Casa Longwood donde, en sus propias palabras, el gran gobernante usó su “corona de espinas” y finalmente murió el 5 de mayo de 1821, a los 51 años de edad. Hoy el lugar luce bonito, recién pintado y restaurado, rodeado por árboles y arbustos.

Los interiores están frescos y limpios después de un esfuerzo de colecta internacional por parte del cónsul francés. Pero cuando Napoleón y su séquito llegaron, lo consideraron una gran desilusión.

Se ubica en una meseta árida 550 metros por encima del nivel del mar, abierta al azote de los vientos alisios y a menudo cubierta de niebla. El gran mariscal del emperador Conde Bertrand describió el lugar como “unas cuantas habitaciones oscuras con techos bajos”, muy distinto de los palacios del Elíseo y las Tullerías de los días de gloria de Napoleón.

La Casa Longwood

Relatos contemporáneos describen el lugar, el cual Napoleón compartió con su comitiva, sus familias, varios sirvientes, su médico y el ordenanza británico asignado para observarlo, como un lugar húmedo y triste lleno de moho y festonado con telarañas que sus sirvientes camuflaban colgando telas y papel de las paredes y los techos. Y, por supuesto, había ratas y otras plagas correteando por debajo de los tablones de la duela. Aquí es más fácil imaginar los últimos días de Napoleón.

Un visitante puede pararse en el porche frontal con celosías y mirar las rocas aserradas de la Colina Mástil y el pico Granero en el océano ilimitado, imaginando al emperador haciendo lo mismo mientras recorre el horizonte en busca de barcos que pasan y se queja de su exilio en questa piedra maladetta (esta piedra maldita).

Hay unas 30 habitaciones pequeñas y un patio en la casa. Entramos en la antesala, que es grande y brillante, y contiene la mesa de billar original sobre la cual Napoleón acostumbraba extender sus mapas mientras dictaba su biografía y revivía sus errores en Waterloo. También se pueden ver los hoyos que Napoleón había cortado en las contraventanas para poder usar un telescopio para ver sin ser observado la actividad en el jardín o a su detestado supervisor acercándose a la casa.

El salón de dibujo no contiene artículos originales, pero tiene una réplica del catre donde murió Napoleón, colocado cerca de la pared entre dos ventanas (el original está en Les Invalides).

Nuestro chofer nos llevó camino abajo hacia la primera tumba de Napoleón, en el Valle del Geranio, desde donde se ve un barranco conocido como la Ponchera del Diablo. Es un lugar amorosamente floreado en un hueco sin viento sombreado por elevados pinos Norfolk, donde a Napoleón le gustaba ir de día de campo. El Valle del Geranio era su segundo sitio favorito como sepulcro, y los visitantes siguen yendo ahí para ver la tumba con cerca rectangular bajo los árboles.

Los sauces que alguna vez crecían ahí han sido arrancados como souvenires. En 1840, 19 años después de la muerte de Napoleón, cuando el clima político en Francia cambió, el ataúd fue desenterrado y el cuerpo bien preservado enviado de vuelta a Francia. Sus restos yacen donde él quería, no lejos de la ribera del Siena.

Durante su meteórico ascenso y reinado, Napoleón disfrutó de su triunfo y sus logros. Visitar los escenarios de su lenta muerte me ayudó a humanizarlo. Fue aquí donde la estatua de mármol se convirtió en un hombre. Mientras partíamos en nuestro viaje de regreso a Ciudad del Cabo, vimos algo que Napoleón nunca vio: los riscos fantasmagóricos de Santa Elena desapareciendo en el horizonte.

 

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