La Roma ibérica

04 de Marzo de 2012
  • El anfiteatro de Tarragona, junto al mar Mediterráneo. El casco antiguo de la urbe es Patrimonio de la Unesco.
  • Dramatización de una lucha entre gladiadores en el anfiteatro.
  • Este octubre habrá un concurso de sus tradicionales castells humanos.
  • Este tramo del acueducto tiene 217 m de longitud y 27 m de alto.
  • Estatua “Escipión mirando al mar”. La urbe comenzó cuando los hermanos Cneo y Publio Cornelio Escipión, militares de la Roma antigua, allí asentaron un cuartel por el año 218 aC. La ciudad hoy posee 140 mil habitantes.
  • Muralla de la antigua Tarraco.
  • Restos del circo romano; la pista habría estado a la derecha.
  • Catedral de Tarragona.
Moisés Pinchevsky

Tarragona, al este de España, es conocida como el “balcón del Mediterráneo” por estar encaramada en una colina que sedujo a militares de la antigua Roma para asentar un cuartel. Así nació una urbe que sorprende por su herencia arquitectónica.

El guía dispara un “no” terminante. Pero yo insisto en que luce posible. El guía quiere detener amablemente la conversación cambiando de tema, pero –como los guayacos somos tercos– señalo que en esos tiempos habría sido tan fácil transportar agua del mar Mediterráneo, que reposa allí arrimadito, para llenar la arena de este antiguo anfiteatro y lograr celebrar allí una naumaquia, tal como en la Roma antigua se conocían las sangrientas batallas navales escenificadas para distracción el pueblo, y que alguna vez se organizaron en el Coliseo Romano.

Pero el guía me explica, sentado en las tribunas del impresionante anfiteatro de Tarragona, que las investigaciones no han encontrado ningún tipo de canal que haya podido transportar el agua desde el mar Mediterráneo hasta la arena. Además, que las cámaras subterráneas de esta antigua construcción habrían colapsado al sostener tanto líquido.

Satisfecho con esa explicación, queda nomás seguir admirando este anfiteatro que se luce como uno de los grandes tesoros arquitectónicos que el antiguo Imperio Romano dejó en este territorio, entonces llamado Tarraco, que se convirtió en el primer asentamiento militar romano fuera de la península Itálica.

Aquí se exhibieron atroces espectáculos, como luchas de gladiadores (llamadas munera), peleas con animales (venationes), competencias atléticas y matanzas de cristianos. Aunque hoy el espectáculo más representativo de la ciudad está en los famosos castells (castillos humanos), que como una muestra de arriesgado equilibrio se levantan en un tradicional concurso local celebrado en octubre cada dos años en la plaza de toros local (este año toca).

Museo al aire libre

El casco histórico de Tarragona, que aún conserva tramos de la antigua muralla de 6 metros de altura que lo circundó, reúne los mayores vestigios del pasado de la urbe. Así que en menos de quince minutos llegamos a lo que queda del circo romano, que en esos tiempos tendría una extensión de unos 325 metros de largo por unos 115 metros de ancho, pero que hoy se luce solo como una muralla de roca con una torre y graderíos.

Pero su forma permite imaginar cómo su pista (antes utilizada para carreras de carros halados por cuatro o dos caballos) fue absorbida por el crecimiento urbanístico de la ciudad, provocando que varias viviendas y edificios se levanten sobre las columnas y túneles de esa antigua construcción.

Por ello, los visitantes pueden disfrutar del singular honor de comer en alguno de los restaurantes alojados en cámaras bajo los graderíos del circo. Allí la recomendación es probar el pescado con romesco, una salsa a base de almendras y avellanas, que se utiliza para acompañar las blancas carnes del rape, la lubina o la merluza, cocidas en olla de barro.

Para beber es famoso localmente el vino de Tarragona. Aunque otra construcción, a 4 km al norte de la urbe, nos recuerda cómo los habitantes del pasado satisfacían sus necesidades de líquido.

Entonces, el agua provenía del río Francolí, a 25 km de distancia, desde donde era transportada a la ciudad a través de un acueducto del cual solo se conservan unos 217 metros de longitud, en un tramo conocido como Puente del Diablo.

La efectiva ingeniería de entonces mantiene en pie ese puente después de casi dos milenios de haberse construido, pienso mientras recuerdo nuestro derrumbado puente guayaco en la avenida Las Monjas, que se desmoronó a los doce añitos.

También me regresa a la mente mi derrumbada hipótesis sobre batallas navales en el anfiteatro de Tarragona. Por ello aprovecho para preguntarle al guía si un acueducto así habría podido llenar de agua la arena de esa antigua estructura que dejamos atrás, a orillas del mar Mediterráneo. El tarraconense me queda mirando, sonríe y cambia amablemente la conversación.

 

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