¿Quién obedece la ley?

15 de Febrero de 2015
Sheyla Mosquera

La enseñanza de reglas claras desde temprana edad hará ciudadanos respetuosos de la ley. La viveza criolla es el peor enemigo de su cumplimiento.

Todos aunque no lo crean conocen lo que significa la ley. La han vivido y escuchado en el hogar desde que alguien con autoridad empezó a instaurarles las normas, principios o reglas para que las apliquen. Es decir, cuando les decían que debían saludar o despedirse, agradecer o ser atentos, sentarse o pararse de la mesa o la forma en que debían dirigirse a una persona mayor.

Según la psicóloga clínica Liliam Cubillos, evolutivamente las diferentes teorías sostienen que hay que poner límites y que estos se instauran en los primeros tres años de edad cuando ocurre la llamada crisis de oposición y el niño comienza a conocer el poder del no. Pero si no se lo hace habrá adolescentes y adultos que no respetarán a nadie.

En Ecuador, como en todos los países del mundo, hay de todo: quienes respetan la ley o simplemente quienes no la obedecen. Incluso, la tendencia que se marca sobre todo en el entorno guayaquileño es el de la viveza criolla. “Es como un rasgo étnico, como un instintivo de identidad regional, guayaca o montubia, donde hay que ser pícaro y romper la ley”, manifiesta la psicóloga.

Para muchos, agrega, decir que son vivos es un motivo de elogio que se alimenta culturalmente, ya que la mayoría hace lo mismo; y cuando hay quienes no son como estos los tildan de zanahorias, torpes, giles o quedados. Entonces, la tendencia de una institución familiar desde sus raíces es más bien de permisibilidad, de no exigencia, de no instalación de hábitos de disciplina.

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¿Qué obliga a la gente a respetar la ley?Participe

La doctora Katia Murrieta Wong, explica que, “… en general, en cada sociedad hay una escala de valores, y lo que es válido para unas no lo es forzosamente para otras. Además, si desde el comienzo de la vida del sujeto no hay alguien que predique con el ejemplo diferenciando el bien del mal, no lo hará nunca, y robar o matar le parecerá normal o natural, porque nadie le enseñó a diferenciarlos. Sin embargo, algunos sostienen que la buena o mala conducta es genética y que, por tanto, hay quienes ya nacen con el gen de la corrupción…”.

¿Pero qué necesita realmente el ser humano para que aprenda a respetar la ley? De lo dicho se puede inferir, agrega, sin que sea una verdad absoluta, que una buena educación en principios y valores ayuda a las personas a ser respetuosas de la ley y de cualquier regla, empezando en la cuna, luego el entorno más cercano y después los centros de educación. El ejemplo diario es una forma de contrarrestar la inclinación a cometer actos fuera de toda norma. Si los padres hacen exactamente lo contrario de lo que predican, los hijos van a confundirse, primero, y, luego, replicarán lo que sus progenitores hacen. Si va alguien a cobrar una deuda a la casa y el jefe de la familia ordena decir que no se encuentra, los pequeños ven la mentira como algo ordinario. Lo mismo ocurre con aquellos que arrojan basura a la calle desde sus vehículos, o que conducen a exceso de velocidad delante de sus hijos. Estos repetirán estas conductas distorsionadas, fuera de toda obediencia a las reglas impuestas por la sociedad.

Se ha demostrado, dice Murrieta, que la amenaza no funciona, aun las penas y las más severas, como la muerte. En la antigua Inglaterra, cuando se ejecutaba a alguien en la plaza, en ese momento, entre el público, se estaba cometiendo el mismo acto por el cual se privaba de la vida al ciudadano. Esto demuestra que las sanciones, en sí, no son disuasivas del delito.

“Un ejemplo reciente lo tenemos en Guayaquil, donde cientos fueron multados en este mes por circular con sus vehículos por la zona de la Metrovía. A los conductores no les importaba el peligro para los peatones ni lo que debían pagar (porque también se piensa que no los van a sorprender). No pueden decir que desconocían la disposición (aunque la ignorancia de la ley no excusa a persona alguna), porque hubo la publicidad suficiente”, dice.

Cubillos menciona que nos guste o no se vive en un mundo que está regulado. “Si no fuera así todo sería un desastre, un caos absoluto. Si, por ejemplo, teniendo regulaciones está el mundo como está, imagínese cómo estaría sin las regulaciones”.

Para algunas personas, indica, es más fácil no hacer cumplir la norma que hacerla cumplir. Pues la ley se quema a través de la palabra y del discurso político, no de los políticos de turno, sino con la política que los individuos se manejan. Si alguien dice ‘si usted no viene a las cuatro de la tarde no lo voy a atender’, pero llega a las cuatro y media, y la atiende, está quemando su palabra.

“Estas son inconsistencias entre lo que se dice y lo que se hace. Son precisamente las que permiten que se viole la ley. Por eso es que la Constitución existe, los reglamentos existen y los códigos de convivencia están escritos”.

Dolor en el bolsillo

Según Cubillos, desgraciadamente como algunas personas no están culturalmente capacitadas y acostumbradas a reflexionar sobre lo que les toca asumir como ideología o cultura del entorno social, lo único que las sensibiliza es el bolsillo.

“Es una pena tener que llegar a tocar el bolsillo a un ciudadano para que cumpla con las cosas que debe de hacer como tal. Las multas y las sanciones vienen cuando se violan los principios constitucionales, legales, reglamentarios o los códigos de convivencia. Pero se violan porque muchas veces se dice que va a haber una sanción o consecuencia y nunca se ejecuta”.

La tendencia del latinoamericano, explica Cubillos, es ser desordenado. En los EE.UU., por ejemplo, si sacan al perro a pasear, lo hacen con correa y lazo, y si este hace las necesidades, las colocan en una funda plástica y las depositan en un tacho de basura. Pero, en nuestro medio, a pesar de existir un reglamento de la Ley Orgánica de Salud Pública que determina lo mismo y que incluye evitar molestias a los vecinos con ruidos y malos olores, no se cumple.

“Nosotros tenemos que crear una cultura de respeto a la ley. Lograr que el ciudadano ecuatoriano sea consciente de los beneficios que trae el buen vivir, el mantener una vía limpia, el no botar basura a la calle, el ser ordenado, el no orinar en la calle”, asegura.

Sociedad segura

Si las personas respetaran las leyes, dice Murrieta, en primer lugar, el Estado no requeriría hacer ingentes gastos en la operación y administración de justicia; en las cárceles habría menos inocentes y más culpables, y la gente no desperdiciaría su dinero ni energías clamando porque se despachen sus procesos. Además, la sociedad se sentiría segura.

Hay que concienciar, agrega, que cuando no se respetan el orden constituido ni las leyes todo es un caos, empezando por el tránsito; se alejan las inversiones, porque donde las reglas de juego no son claras, nadie quiere poner su capital por el riesgo que se corre, lo que afecta, por tanto, al desarrollo del país.

Cubillos considera que se debería trabajar más con los grupos familiares que tienen a su cargo a niños o jóvenes. También en campañas de sensibilización y concienciación sobre la importancia de las reglas y normas. Hay que hacerlo desde el ámbito donde debe ser respetadas: en una universidad, escuela, colegio, oficina o casa. Todos deben saber que las personas están reguladas por normas y leyes que deben ser reflexionadas, consensuadas y comprendidas. Además, conocer las consecuencias y las razones por las cuales existen.

Por último, concluye Murrieta: “Todas las leyes deben ser acatadas por las personas, naturales o jurídicas, aunque no estemos de acuerdo con su contenido y efectos. Así lo dispone nuestra legislación”.

TESTIMONIO POSITIVO

Según Leonardo, de 44 años, cuando estuvo de vacaciones el año pasado en varias ciudades de Florida, en los EE.UU., con un grupo de amigos y le tocó manejar por primera vez en ese país, surgió un cambio en él. Recuerda que estuvo todo el tiempo concentrado. Decía: “Si contravienes las leyes de tránsito, pueden multarte con altas sumas de dinero o vas a la cárcel. Así de simple. Mi lógica no me hizo pensar en que podía provocar un accidente o lastimar a alguien mientras conducía, no. Me aterraba tener que pagar cientos de dólares por algo que sí podía controlar y que era mi responsabilidad”.

Leonardo, dice, siempre estaba atento a las señales de tránsito. Manejaba mejor que nunca y sus acompañantes lo alertaban cuando se pasaba del límite de velocidad. Después, cuando regresaron a Guayaquil se reunieron con otros amigos e intercambiaron experiencias.

“Lo que yo más destacaba era el haber conducido y haber respetado las leyes de tránsito. Les decía que eso deberíamos aplicar en nuestro país. Por qué respetamos lo de afuera y no lo local. Allí me di cuenta de que, a pesar de que antes de ese viaje manejaba bien, ahora lo hago mejor y con más conciencia sobre peatones, vehículos y leyes para circular en carro”.

 

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