Humildad: Liderazgo sin coronas

01 de Julio de 2018
Dayse Villegas

¿Pobreza o debilidad? Ninguna: la humildad se propone como una fuerza del carácter, capaz de llevar a un grupo humano al éxito.

¿Por qué tendemos a pensar en pobreza y desamparo al hablar de humildad? Por la época en que vivimos. Este concepto se ha transformado con el tiempo, los procesos históricos lo han enriquecido en ciertas maneras y disminuido en otras.

“Asociar hoy humildad con estatus no es arbitrario. Estamos en una lógica capitalista, y todo tiende a relacionarse al consumo, incluso las virtudes”, dice Francisco Martínez, psicólogo clínico y profesor de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Santiago de Guayaquil.

Para entender cómo se la pensaba originalmente, indica, hay que regresar a los aportes de Platón, Aristóteles y las éticas epicúreas y estoicas. “Para ellos, la humildad es una virtud que no hace más o menos al que la posee. Es el equilibrio entre la soberbia y la autodenigración; una fortaleza emparentada con la templanza: permite tener los pies en la tierra”.

Esto evolucionó durante la medievalidad. El pensamiento teológico la identificó como el sometimiento a un orden superior. “No perdió su estatus de virtud, pero sí mucha de su fortaleza. Ahora”, advierte Martínez, “no hay que pensar que lo medieval desvirtuó la humildad, más bien la repotenció, pues la emparentó con el servicio”, que es parte de la vida de las comunidades religiosas y no necesariamente tiene que interpretarse como servidumbre sino como acción social.

Estas maneras de pensar, sumadas a la modernidad, en que se relacionó la humildad con el orden socioeconómico, tienen mucha incidencia en el pensamiento contemporáneo, en el que se le añade a la humildad una carga de debilidad: el que se resigna, el que no protesta.

“En sociedades como la nuestra, el discurso religioso está muy arraigado y prevalece el pensamiento de los teólogos de la medievalidad, quienes tomaron del pensamiento bíblico, pero también de la filosofía griega, especialmente de los estoicos, que buscaban felicidad al desapegarse de lo material”. A los sistemas de poder, opina el psicólogo, les conviene apropiarse y exaltar este concepto de humildad por diferentes medios, para sus fines.

En cambio, la psicología contemporánea quiere restituirle a la humildad su dimensión de fortaleza y valor. “Una corriente aparece en 1999, la psicología positiva, que plantea 24 fortalezas humanas, y una de ellas es la humildad, vista como seguridad y no como déficit”.

¿Para qué sirve la humildad?

El doctor Martin Seligman, expresidente de la Asociación Estadounidense de Psicología e impulsor de la psicología positiva (educar desde el ideal), propuso que esta ciencia no se centrara en el trastorno, sino en prevenir los males, reeducar en valores a individuos, familias e instituciones, y con este fin publicó en 2004 el manual de Fortalezas y virtudes del carácter, junto con el psicólogo Christopher Peterson.

Este último no duda en decir que la humildad no es una virtud que va sola. “La más importante conclusión de nuestro trabajo (con Seligman) es que el carácter es plural”. Un buen carácter se compone, asegura, de varias docenas de fortalezas. Y tener un buen carácter importa, porque se convierte en un predictor de resultados como felicidad y salud, resiliencia y recuperación, liderazgo y longevidad.

¿Tiene un modelo de humildad? Coméntenos

Peterson se vale de la definición del predicador y autor estadounidense Rick Warren: “Humildad no es pensar menos de ti mismo, es pensar menos en ti mismo”. Peterson resalta que el humilde no se desprecia, sino que es muy acertado en cómo se ve y se presenta a sí mismo.

¿Y de qué sirve la humildad?, se pregunta Peterson, pues si es una fortaleza debe dar resultados tangibles. Bueno, uno de los réditos más importantes es que hay más disponibilidad para ayudar a otros. Cita los resultados de tres estudios de las universidades de Maine, Weill Cornell y Baylor, pero también las Escrituras: “Con actitud humilde cada uno de ustedes considere al otro como más importante que a sí mismo, no buscando cada uno sus propios intereses, sino más bien los intereses de los demás” (Carta a los Filipenses 2:3-4).

Quitarse la corona (no el valor)

A menudo, nuestros intentos de establecer una relación con otros terminan en tristeza, porque la otra persona no responde como esperábamos o simplemente no muestra interés. Esa tristeza proviene de las expectativas: esperamos algo del otro a cambio de nuestra intención. “Y de eso también hay que liberarse cuando se quiere descubrir lo que es la humildad”, dice Verónica de Ycaza, terapeuta holística.

“El otro no tiene la obligación de llenar mis expectativas ni dar la respuesta que quiero. Lo único que cabe hacia el otro en su diferencia es el respeto. Y yo debo trabajar en mis emociones, aprender a no sufrir porque no cumplen con lo que espero”.

Las expectativas, aunque lo parezca, también son una forma de encumbramiento del ego, creer que se sabe, se tiene o se puede más, y por tanto, se tiene derecho a esperar más. “Si me pongo por sobre el otro, no puede haber comunicación real; que solo somos dos seres con diferentes experiencias de vida”. Aquí el ejercicio, dice De Ycaza, es quitarse la corona: “Esos son parámetros externos. No soy más que nadie por nada. En lo interno, tenemos el mismo valor”.
El otro extremo es tomar una actitud de aceptación a todo lo que el otro quiera, dejando de lado el propio criterio. “Rebajarse tampoco es humildad. Es un grado de servidumbre y de falta de autoestima. Creerme menos que el otro es actuar desde el miedo”.

Entonces hay que plantearse: ¿puedo aceptar a esta persona en totalidad tal como es? Así, es válido esperar que el otro tenga la intención de aceptarnos también. “Pero si mido el valor del otro en función de que cumpla o no mis expectativas, estoy diciendo que mis parámetros son los únicos válidos, que para mí no existen los de la otra persona”.

La humildad, profundiza la terapeuta, tiene mucho que ver con la empatía, saber que el otro es tan digno de vivir y ser amado como uno mismo, y que para tratar de hacer algo juntos hay que poner los dones de cada uno al servicio de un bien mayor. “Si tengo esa intención y el otro lo percibe, estamos conectados y no nos obstaculizarán la soberbia, la vanidad, la envidia y la competencia”.

Porque en opinión de la especialista, para llegar a la humildad hay que salir del camino de la competencia. “Nos han puesto el competir como la clave del éxito, cuando este viene por conocerse uno mismo y actuar en conciencia”. La humildad implica gratitud ante la vida, contentamiento por ser quien se es. “Si quieres llegar a cierto nivel para servir más y mejor, puedes hacer un camino de éxito sin perder la humildad. Tal vez esa sea tu misión, un llamado a prestar un mayor servicio. Puedes destacar, pero lo importante es qué te impulsa llegar allí”.
Pues la persona más humilde, insiste De Ycaza, no está para ser servida, sino que ha desarrollado una gran capacidad de servicio. “Mientras más respetable eres, mayor es tu nivel de respeto para los otros”. Quien ha recibido mucho (conocimiento, experiencia, títulos, bienes, dones) adquiere altas responsabilidades de servir.

Y el primer servicio que presta la humildad es el bienestar y la paz interior. “Poner límites sanos y conscientes es reconocer que los necesito para tener paz y salud”. No se trata, continúa De Ycaza, de dejarse golpear dos veces la mejilla, sino de tener el temple de no devolver el golpe, de expresar el propio parecer, esperar a que el otro reaccione mejor, y si no, retirarse.
“Es decir: Tengo tanta dignidad como tú y no te doy permiso de que me faltes el respeto. Eso no es bueno para ti ni para mí. Tú has de crecer aprendiendo a respetar a los demás, y yo he de crecer aprendiendo a poner un límite sano para mi bienestar”.

Herramienta del éxito

Una persona pobre bien puede ser autoritaria y prepotente, porque esto no depende del estatus, sino del carácter, afirma Robert Safdie, consultor en administración y recursos humanos y autor del libro ¡Aquí mando yo!, porque la humildad corresponde a dos virtudes principales, el respeto y la tolerancia.

En el plano laboral, además, se hace necesario que esta actitud sea recíproca. “Ser respetuoso, tolerante y colaborador es fundamental para el trabajo en equipo. Es sencillo: un equipo no debe tener estrellas, sino un grupo de personas que comparten los éxitos y asumen juntos las responsabilidades cuando las cosas no funcionan”.

Safdie advierte que no se debe confundir humildad con sumisión. “Una persona puede ser humilde manteniendo intacta su autoestima, sin ser sometida”. Está a favor de ser un colaborador, no un subalterno para toda la vida.

Aquí recomienda a los niveles superiores que busquen trabajar con gente humilde sin ser sometida, pues podrá confiar en que ellos pondrán en evidencia su verdadera personalidad y usarán su criterio.

“La persona sometida no inspira confianza, pues hace solo lo que digo. Me interesa que la persona tenga derecho de opinar, de disentir, de tomar iniciativa. Que mientras respeta las normas y procedimientos y a colaboradores, pares y superiores en la jerarquía laboral, jamás deja de hacer prevalecer su autoestima. Alguien que está consciente de lo que vale, de lo que puede aportar y de sus debilidades, y quiere ser alguien en la vida, interpreta bien el concepto de humildad”.

El liderazgo humilde sí es posible, dice Safdie, y consiste en respetar al equipo de trabajo, aceptar a todos como son y ayudarlos a progresar, guiarlos hacia el éxito. Mandar contra toda razón no es ser líder. “Usted necesita gente que trabaje con empuje porque los deja trabajar; que lo respetan, pero no lo temen”. Y añade: aprenda a escuchar.

LA TRAMPA DEL EGO
La propia importancia es un concepto clave, y no solo para los pensadores antiguos. “El ego es la creencia malsana en nuestra propia importancia, dice el empresario Ryan Holiday en su libro El ego es el enemigo (Paidós Empresa, 2016). Es la necesidad de ser ‘mejor que’, ‘más que’, ‘reconocido por’. Es enemiga de la maestría, de la creatividad, del trabajo en equipo, de las relaciones significativas, de la longevidad y el éxito.

La mayor trampa del ego es que quien lo padece no puede verlo, y culpa a los demás. Y así se separa de todos: no puede trabajar con nadie, no puede oír lo que viene de otras fuentes, no puede ver las oportunidades. Es un escudo a corto plazo contra la inseguridad, con consecuencias a largo plazo.

El ego, dice Holiday, nunca ha tenido tanta ocasión de autoexaltarse como en nuestros tiempos. “Podemos alardear de nuestros logros ante millones de admiradores y seguidores”. Pero la tecnología no es la única que alimenta esto, sino la cultura del engrandecimiento. “Nos dicen que pensemos en grande, que vivamos en grande, que busquemos ser recordados y nos arriesguemos en grande. Que el éxito exige tener una visión audaz, un plan arrasador. ¿Es eso cierto?”, pregunta, recordando las palabras de la artista del performance Marina Abramovic: “Si empiezas creyendo que eres grande, tu creatividad morirá”.

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