Las virtudes de la realidad
Desde hace un cuarto de siglo, en Estados Unidos se han visto entre adolescentes y adultos jóvenes dos amplios cambios sociales que pocos observadores esperaban que sucedieran al mismo tiempo.
La cultura juvenil se ha vuelto menos violenta, menos promiscua y más responsable. La infancia en Estados Unidos es más segura que nunca. Los adolescentes beben y fuman menos que las generaciones anteriores. La generación del milenio tiene menos parejas sexuales que la de sus padres y el índice de partos de adolescentes ha estado en declive desde hace veinte años. Los delitos violentos –tentación de los jóvenes– se redujeron durante 25 años antes del resurgimiento reciente a raíz del homicidio de Ferguson. Los jóvenes actuales tienen la mitad de posibilidad de meterse en una pelea que la generación anterior. Y se han reducido también tanto el suicidio juvenil como el beber en exceso y el consumo de drogas duras.
Pero en el mismo periodo, los adultos se han vuelto menos responsables, menos obviamente adultos. Por primera vez en más de un siglo, hay más veinteañeros viviendo con sus padres que en cualquier otra situación. El índice de matrimonios ha bajado mucho y pese a una alta tasa de nacimientos fuera del matrimonio, el índice de fertilidad de Estados Unidos ha alcanzado niveles bajos sin precedentes. Cada vez hay más personas en edad laboral que renuncian a la fuerza de trabajo; especialmente hombres y más jóvenes que viejos, aunque también ha caído la participación de las mujeres en la fuerza laboral.
Podríamos narrar diferentes historias para sintetizar estas tendencias: explicaciones estrictamente económicas sobre el impacto de la gran recesión, críticas sobre los efectos infantilizadores de los padres sobreprotectores, optimismo por los nuevos caminos que están abriendo los jóvenes.
Pero yo quisiera presentar una hipótesis basada en la tecnología: esta mezcla de seguridad juvenil y de inmadurez adulta puede ser una característica de la vida en una sociedad cada vez más moldeada por la realidad virtual de Internet.
Es fácil ver que la cultura en línea hace que la vida del adolescente sea menos peligrosa. Hay pornografía para satisfacer el apetito sexual del joven. Juegos de video en lugar de peleas a puñetazos o deportes de contacto como desahogo de la agresión hormonal. (Alguna vez se temió que la pornografía y los medios violentos reforzarían la agresividad en el mundo real. Pero por el contrario, parecen estar reemplazándola.) Los mensajes sexuales y la masturbación con las selfis son una alternativa segura a los ligues. Puntos de reunión en línea en lugar de fiestas de cerveza en la cancha. Más mensajes de texto al ir conduciendo, pero en términos generales, los adolescentes conducen menos, una de sus actividades más peligrosas.
La cuestión es si esta sustitución forma hábitos y moldea el alma y si se va a extender más allá de las conductas adolescentes peligrosas para abarcar cosas esenciales para el florecimiento humano a largo plazo: matrimonio, trabajo, familia y todas esas anticuadas cosas del mundo de carne y hueso.
Ciertamente, esa es la impresión que queda siempre que los periodistas tratan de averiguar por qué la gente ya no se casa o sale en citas. Y, en algunos casos, por qué ya ni siquiera busca sexo. (Leído en The Washington Post ese mes: “A Noah Paterson, de 18 años, le gusta sentarse frente a varias pantallas a la vez (...), apagar todo para salir de cita o incluso tener una noche de sexo informal le parece un desperdicio”). La misma impresión queda tras las investigaciones sobre los jóvenes que abandonan la fuerza de trabajo. Su tiempo libre está ocupado en gran medida por los juegos y los estudios revelan que están bastante satisfechos con ese intercambio.
Los hombres de esas investigaciones carecen de títulos universitarios, lo que es particularmente revelador. Todavía no hace mucho tiempo había preocupaciones por la división digital, en la que el acceso a Internet sería un lujo que dejaría rezagada a la mitad del fondo. Pero más bien el mundo virtual parece el opio de las masas. Los pobres pasan más tiempo en línea que los ricos y es la élite –la élite de Silicon Valley, en algunos casos sorprendentes– la que más probablemente limite el uso de dispositivos en su casa y en la escuela, para trazar la distinción entre el tiempo en pantalla y el tiempo real.
Esas estrategias pueden dar resultado para el individuo e incluso la familia. Pero las tendencias del mercado –con pornografía cada vez más personalizada, realidades virtuales que cada vez son más inmersivas, dispositivos y aplicaciones diseñados para inducir conductas adictivas– parecen apuntar a que abrumarán la mayoría de los intentos por disfrutar de lo virtual solo dentro de ciertos límites.
Mi madre, Patricia Snow, en un ensayo para First Things de este año, señaló que para que fuera efectiva la resistencia a la intrusión de la realidad virtual, tendría que ser también moral y religiosa, no solo pragmática y administrativa. Nunca pude hacer que leyera Dune de Frank Herbert, pero su argumento me hizo pensar en la “yihad butleriana” de la novel de ciencia ficción: la revuelta religiosa en contra de la inteligencia artificial que dio a luz a la sociedad del futuro lejano imaginada por Herbert, que ha avanzado en tecnología de vuelos espaciales, pero sin ningún HAL o C-3PO a la vista.
¿Cómo controlar lo virtual?
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“Yihad” es un término más cargado de significado ahora que cuando se publicó la novela de Herbert. Pero tenemos una comunidad pacifista dentro de nuestra propia sociedad que está organizada en torno de la resistencia religiosa contra la tecnología avanzada: el Antiguo Orden Amish.
Es muy probable que el futuro no les pertenezca a los menonitas de Pensilvania. Pero no hay que perder de vista el impulso amish conforme nos las arreglamos con el extraño regalo de la realidad virtual: una taza que sabe a progreso pero que podría contener veneno en el fondo. (F)