Historias personales: De amigos y desconocidos

Por Paulo Coelho
18 de Diciembre de 2016

“Poco a poco, el niño se familiariza con aquel extraño objeto, y termina aceptando el libro como parte importante de su vida”.

Un jubilado que nunca paró

Me presentan en Los Ángeles a W. Frasier, quien durante toda su vida ha escrito sobre la conquista del oeste americano. Su mayor orgullo es lucir en su currículo el guion de una película protagonizada por Gary Cooper.

–Pocas veces me he aburrido con algo –dice–, porque aprendí mucho de los pioneros americanos. Luchaban contra los indios, cruzaban desiertos, buscaban agua y comida en regiones remotas. Y todos los registros de la época muestran una característica curiosa: los pioneros solo escribían o conversaban sobre cosas buenas.

“Lejos de quejarse, componían música y contaban chistes sobre sus aventuras: así conseguían alejar el desaliento y la depresión. Hoy, a mis 88 años, procuro comportarme de la misma manera, y me siento vivo”.

El niño que devoraba libros

Estaba firmando libros en Minneápolis, cuando uno de los lectores me pidió que escribiese una dedicatoria a su hijo de 16 meses.

–¿No cree que es un poco pronto para él? –le pregunté bromeando.

–No –respondió el joven–. Le gustan mucho los libros: los devora.

Más tarde, comentando esto con algunos amigos, me enteré de que aquel joven no bromeaba. En los Estados Unidos, los padres acostumbran al niño desde pequeño a la presencia de libros. A la hora de dormir, junto al famoso osito, siempre hay un libro cerca. A la hora del baño, un libro de plástico hace compañía a los barquitos y juguetes de la bañera.

Poco a poco, el niño se familiariza con aquel extraño objeto, y termina aceptando el libro como parte importante de su vida.

Vencer una noche más

A los 12 años, Milton Ericksson cayó enfermo de poliomielitis. Diez meses después de contraer la enfermedad, oyó a un médico decir a sus padres: “Su hijo no pasará de esta noche”.

Ericksson oyó el llanto de su madre. “A lo mejor si paso de esta noche, mamá no sufrirá tanto”, pensó. Y decidió no dormir hasta el amanecer.

Por la mañana gritó: “¡Mamá! ¡Sigo vivo!”.

La alegría en la casa fue tanta que, a partir de entonces, decidió aguantar siempre una noche más, para aplazar el sufrimiento de sus padres.

Murió en 1990, a los 75 años, dejando tras de sí una serie de libros notables sobre la enorme capacidad del hombre para vencer sus propias limitaciones.

Remendar la tela

En Nueva York, hacia el final de la tarde, voy a tomar un té con una artista muy poco común. Trabaja en un banco en Wall Street, y un día tuvo un sueño: tenía que ir a doce lugares del mundo, y en cada uno de estos lugares hacer un trabajo de pintura o escultura en la propia naturaleza.

Hasta ahora, ya ha conseguido realizar cuatro de estos trabajos. Me muestra las fotos de uno de ellos: un indio esculpido en una caverna en California. Mientras espera las señales a través de los sueños, sigue trabajando en el banco. Así consigue dinero para viajar y realizar su tarea.

Le pregunto por qué lo hace.

–Para mantener el mundo en equilibrio– responde. –Puede parecer una bobada, pero existe una cosa tenue que nos une a todos, y que podemos mejorar o empeorar según cómo actuemos. Podemos salvar o destruir muchas cosas con un simple gesto que a veces puede parecer absolutamente inútil.

“Puede incluso que mis sueños sean una bobada, pero no quiero correr el riesgo de no perseguirlos: para mí, las relaciones entre los hombres son como una inmensa y frágil telaraña. Con mi trabajo, intento remendar una parte de esta tela”. (O)

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