De la culpa y el perdón: Causa-efecto del proceder

Por Paulo Coelho
11 de Septiembre de 2016

“Cuando vi tu inteligencia, supe que heredarías el trono de tu padre. Y decidí mostrarte cómo la injusticia es capaz de marcar a un hombre para el resto de su vida”.

Durante su peregrinación a La Meca, un hombre santo comenzó a sentir la presencia de Dios a su lado. En mitad de un trance, se arrodilló, ocultó el rostro y rezó:

-Señor, quiero pedirte tan solo una cosa en mi vida: dame la gracia de no ofenderte jamás.

-No puedo concederte esa gracia –respondió el Todopoderoso.

Sorprendido, el hombre quiso saber el motivo del rechazo.

-Si no me ofendes, no tendré motivos para perdonarte –escuchó decir al Señor–. Si no tengo por qué perdonarte, pronto olvidarás la importancia de la misericordia para con el prójimo. Por eso, continúa tu camino con amor, y déjame practicar el perdón, para que así tú tampoco te olvides de esta virtud.

La historia ilustra nuestros problemas con la culpa y el perdón. De niños, siempre oíamos decir a nuestra madre: “Mi hijo es un chico muy bueno. Hizo esa tontería porque sus amigos le influyeron”. Y de esta manera, nunca asumimos la responsabilidad de nuestros gestos, no pedimos perdón, y acabamos olvidando que también debemos ser generosos cuando el otro nos ofende. El acto de pedir perdón no tiene nada que ver con el sentimiento de culpa o la cobardía: todos cometemos errores, y son justamente esos pasos en falso los que nos permiten mejorar y progresar. Sin embargo, si somos demasiado tolerantes con nuestras actitudes (sobre todo cuando estas hieren a alguien), acabamos solos, incapaces de corregir nuestro camino.

¿Cómo alejar la culpa entonces, sin perder la capacidad de pedir perdón por un error?

No existen fórmulas. Pero sí existe el buen sentido: debemos juzgar el resultado de nuestras acciones, y no las intenciones que teníamos al realizarlas. En el fondo, todo el mundo es bueno, pero esta bondad no cura las heridas que podemos causar. Una bella historia lo ilustra:

Cuando era pequeño, Cosroes tenía un profesor que consiguió hacerlo destacar en todas las asignaturas. Una día, el maestro, aparentemente sin motivo, lo castigó con toda severidad. Años más tarde, Cosroes ascendió al trono. Una de sus primeras providencias fue hacer llevar frente a él al maestro de su infancia, y exigir una explicación por la injusticia que este había cometido.

“¿Por qué me castigaste sin merecerlo?”, preguntó.

“Cuando vi tu inteligencia, supe que heredarías el trono de tu padre”, respondió el antiguo profesor. “Y decidí mostrarte cómo la injusticia es capaz de marcar a un hombre para el resto de su vida.

“Como ya sabes lo que eso significa, espero nunca castigues a nadie sin motivo”, dijo el maestro.

Eso me recuerda una conversación en Kyoto. El profesor coreano Tae-Chang Kim comentaba las diferencias entre el pensamiento occidental y el oriental: “Ambas civilizaciones tienen una regla de oro. En occidente dicen: haz a tu prójimo lo que quieres que te hagan a ti. Eso quiere decir que aquel que ama, establece un patrón de felicidad que intenta imponer a aquel que se aproxima”.

La regla de oro de oriente parece casi igual: no hagas al prójimo aquello que no quieres que te hagan a ti. Pero esta, parte de la comprensión de todo aquello que nos hace infelices, incluso rendir obediencia al patrón de felicidad impuesto por los otros, y en eso radica la gran diferencia.

Para mejorar al mundo, no imponemos una manera de demostrar nuestro amor sino –esto sí– de evitar el sufrimiento ajeno. Por lo tanto, respeto y cuidado al tratar con tu hermano. Dijo Jesús: “Por sus frutos se conoce el árbol”. Dice un proverbio árabe: “Dios juzga al árbol por sus frutos y no por sus raíces”. Otro dice: “Quien pega, olvida; quien recibe, nunca”. (O)

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