No sé a cuántas personas les ha pasado lo mismo. Leer una novela y sentir la experiencia de transportarse a otro planeta, esa sensación de pisar tierras vírgenes como lo que Cristóbal Colón sintió cuando se bajó de su carabela. Yo estaba así cuando terminé la página 609 de Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, el motivo del reportaje que Carlos Burgos trae a esta edición en ‘Diez años sin Bolaño’. Para este escritor guayaquileño, “ningún otro autor latinoamericano posterior al llamado boom literario de los sesenta ha merecido tantos elogios y atención internacional”.

Su prematuro fallecimiento, el 15 de julio del 2003, solo sirvió para acrecentar su fama, especialmente por la publicación post mórtem de 2666, la novela que fue catalogada como su obra maestra por la crítica mundial. Allí la visión de este hombre se desborda a las más inconcebibles tragedias de la existencia contemporánea para registrar lo que manifiesta Rodrigo Fresán: “2666 es el cementerio futuro de Latinoamérica... un inagotable mural donde todos se mueven y van y vienen y se cruzan en el aire, por rasgos artísticos, monstruosos o culinarios”.