Postales guayacas

09 de Julio de 2017
  • Nuesto tradicional cerro San Ana, conocido como Cerrito Verde en el Guayaquil antiguo. Foto: Archivo
  • Muelle municipal hacia 1900, cuando el comercio agitaba las orillas del malecón.
  • El malecón (Paseo de las Colonias), de sur a norte, 1936. Foto: El Malecón / Archivo | Fotos: Archivo Histórico del Guayas
  • Auge bananero.
  • El Hemiciclo de la Rotonda fue inaugurado en el malecón en 1938. Imagenes: Archivo
  • Caricatura de don Eloy Ortega. Imagenes: Archivo
Jenny Estrada, especial para La Revista

Los habitantes de esta ciudad poseen una identidad que se ha venido construyendo con los años.

Dicen los guardianes de la memoria social (tradicionistas) que las verdaderas tradiciones no tienen partida de nacimiento ni fecha de caducidad. Aunque pueden modificarse y a veces distorsionarse, su esencia perdura de generación en generación proyectándose en el tiempo hasta constituir parte de una identidad comunitaria. Pero de vez en cuando hay eventos que por diversas circunstancias marcan un punto de partida en el convivir social, donde su reiteración va confiriéndoles categoría de costumbre y alimentando el imaginario popular, que sin mayor meditación lo adopta hasta volverlo tradición.

Así pasa con el ceremonial oficial del 25 de julio, que por la década de los años sesenta del siglo pasado y por disposición de una dictadura militar comenzó a celebrarse como fecha de fundación de Guayaquil, cuando la verdad es que el azaroso proceso fundacional de nuestra urbe tiene como fecha natal el 15 de agosto de 1534 y como fin de aquel histórico periplo el año 1547, en que los españoles la asentaron definitivamente en las faldas del Cerrito Verde.

Hasta entonces lo que nosotros celebrábamos tradicionalmente en el mes de julio era el natalicio del libertador Simón Bolívar y a partir del año 1941, la acción heroica del Combate Naval de Jambelí que cubrió de gloria a nuestra Armada Nacional. Las fiestas julianas cobraron vuelo cuando un grupo de artistas plásticos, encabezados por Yela Loffredo de Klein, Alfredo Palacio y Alba Calderón de Gil, decidió realizar una primera exposición de arte al aire libre, escogiendo la calle Numa Pompilio Llona, del tradicional barrio Las Peñas. Seguidamente, un puñado de entonces jóvenes entusiastas miembros de la Cámara Junior, encabezados por el Ab. Francisco (Panchi) Montalván y Jorge Suárez Ramírez, convocó el primer concurso internacional Perla del Pacífico. Movilizando a la ciudad, organizaron un pintoresco desfile de carretas decoradas con flores tropicales en el que las bellas participantes exhibieron su belleza, y por la noche de ese memorable 25 de julio de 1968 asistimos al baile de proclamación, animado con las mejores orquestas del momento.

El olor a banano

Por esa misma década el aroma de la pepa de oro se había desvanecido del malecón ante el acre olor del banano que se percibía a varias cuadras de distancia. Los tendales de la orilla habían cedido el paso a los camiones bananeros repletos de inmensos racimos de oro verde, que a lomo de hombre eran transportados a los lanchones y de estos a la panza de los buques bananeros fondeados en medio río. Desde hacía muchos años se sabía que la barra de sedimentación que impedía la navegación de grandes embarcaciones era insalvable y la construcción de un puerto de aguas profundas constituía necesidad imperiosa para el desarrollo comercial del Ecuador. Luego de vencer mil y un obstáculos burocráticos y políticos, en 1963 la obra de Puerto Nuevo se había inaugurado con bombos y platillos, pero como presintiendo el fin de su idilio de siglos con el río y el divorcio de su pasado, la ciudad parecía negarse a darle la espalda a su historia y a sus recuerdos entrañables. Lanchas, balandras, canoas y vapores de cabotaje continuaron por algún tiempo en servicio. Acoderados a los muelles municipales podíamos abordar los vapores Olmedo, Daysie Edith y Jambelí para viajar a la provincia de El Oro. Aunque con menos clientela, las añoradas carretillas mantenían sus tentadoras ofertas gastronómicas y los castillos de las primeras gasolineras, propiedad del Cdte. Avilés Alfaro, continuaban despachando combustible noche y día. Los vendedores de helados, frutas y lotería pululaban en el sector, hasta que argumentando el combate a la delincuencia se procedió al desalojo de todo cuanto fuera parte de la antigua identidad del malecón... La ciudad perdió su perspectiva de puerto fluvial, porque la era del río había tocado su fin…

El teléfono de los libertadores

Muchos años tuvimos que esperar hasta que un alcalde, consciente de todo lo que la historia del malecón ha significado para esta ciudad, asumió el reto de liderar un proyecto concebido por visionarios profesionales y empresarios para rescatar y devolvernos, transformado en moderno paseo, ese espacio tan querido, donde persisten las huellas de nuestros próceres y nuestros propios recuerdos.

Uno de los atractivos que el Malecón Simón Bolívar ha conservado es el hermoso monumento del Hemiciclo de la Rotonda, realizado íntegramente en mármol de Carrara, donde resalta la obra escultórica original del catalán Josep Antoni OMS, perennizando el encuentro de Bolívar y San Martín (1822). Por supuesto que siempre supimos de la importancia de tal reunión donde ellos –sin escuchar a nuestros líderes– definieron el destino histórico de Guayaquil, pero lo que nuestra infancia retuvo de aquel lugar fue la convicción de que en ciertas noches del mes de julio, como contaban los abuelos, el espíritu de los libertadores solía conversar por un teléfono especial que funcionaba a cada extremo del hemiciclo. Camino a la pubertad supimos de qué modo y sin que nadie se diera cuenta también podíamos utilizar dicho teléfono para nuestras primeras cuitas amorosas. Entonces, aprovechando el fenómeno acústico y colocados cada uno en un extremo, cualquier día, a cualquier hora, nos atrevíamos a decirnos muy quedito: “… tú me gustas”... escuchando por respuesta … “y tú también, ¿quieres ser mi enamorada?”... secretos que se desvanecieron con el viento, porque ninguno de los libertadores escuchó.

Don Eloy y las estrellas

Siglo XX que hoy parece tan lejano y ayer nomás nos permitía asistir a grandes eventos de la humanidad, como la llegada del hombre a la Luna y los fantásticos avances de la tecnología en manos de grandes científicos dedicados al estudio del espacio sideral, intentando desentrañar sus misterios.

Nosotros también tuvimos a un hombre sabio que, dotado de una inteligencia nada común, se apartó de los preconceptos y prejuicios para consagrarse apasionadamente a una ciencia casi desconocida en nuestro medio. Me refiero al astrónomo guayaquileño don Eloy Ortega Soto (1900-1987), a quien debo la emoción indescriptible de mirar más cerca las estrellas y poder distinguir constelaciones que solo había observado en los libros. Aún me parece verlo con su frágil figura, trajeado siempre de terno y corbata, su sombrero jipijapa con cintillo rojo (porque haciendo honor a su nombre, don Eloy era liberal) y su amado telescopio. Cuando lo conocí, solía apostarse en los alrededores del parque Centenario (antes lo había hecho en el parque Victoria), especialmente en días festivos, enfocando en la dirección precisa para saludar a Venus, a la Osa Mayor o a las Tres Marías, invitándonos a imitarlo y dándonos cada vez una completa y generosa clase de astronomía.

Hijo de un conocido librero, desde niño se aficionó a la astronomía, leyendo sin parar todo lo que estaba a su alcance. Estudió en el Vicente Rocafuerte. Más adelante profundizó su vocación en el Observatorio Astronómico de Quito. Sin ningún apoyo estatal, fue autor de varias publicaciones científicas de gran importancia, entre ellas un estudio sobre las manchas solares, la teoría del sol frío y más trabajos que figuran como aportes a esta ciencia. El bombardeo de las nubes para producir lluvia artificial y el almanaque anual que publicaba de su propio peculio fueron valiosas herramientas para los agricultores a quienes instruía sobre la influencia de las fases lunares en el comportamiento de la naturaleza. Mantuvo columnas periodísticas en EL UNIVERSO y otros diarios nacionales. Sus acertadas predicciones de temblores, terremotos y fenómenos celestes le granjearon merecido respeto.

Mucho más de lo que cabe en una postal queda por decir acerca de este hombre excepcional, cuya amistad me honró hasta que una seria dolencia lo apartó de la dimensión terrenal para llevarlo más cerca de las estrellas. (I)

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