Años viejos: Ardiente tradición

29 de Diciembre de 2013
  • Cada Año Nuevo se queman cientos de años viejos en distintas partes del país.
  • Estas máscaras son las que van en monigotes rellenos de aserrín.
  • Los nuevos muñecos han tomado una transformación al hacerlos de personajes de cómics o animados.
Texto y foto: Jorge Martillo Monserrate

Los monigotes son una tradición que se inició en el Guayaquil colonial y renovada sigue vigente.

El sol devora las calles. Ese mediodía, el sol incendia a los años viejos y las caretas que se exhiben a lo largo de la calle 6 de Marzo. Esos monigotes que representan al 2013 serán quemados durante los últimos minutos del 31 de diciembre e inicios del próximo año. Esos años viejos, que ahora son hechos de espumafón, esponja y pintados con aerógrafo y antes confeccionados con ropa rellena de aserrín o con papel, cartón y maderos, son una tradición, un acto de purificación que se transforma pero que no se apaga.

Es la fiesta del fuego que vista desde un lugar alto se observa a Guayaquil convertida en una hoguera que devora al pasado. El monigote se quema, revienta, retuerce y se consume hasta que una efímera ceniza recibe al deslumbrante amanecer del Año Nuevo.

Tiempos de hoguera a gigantes

Esta ardiente tradición tiene su origen en la colonia. Modesto Chávez Franco, en Crónicas del Guayaquil antiguo, obra de dos tomos publicada en 1930, cuenta que fueron los sacerdotes españoles quienes nos enseñaron a quemar muñecos grotescos rellenos de paja, cohetes y pólvora que representaban a los judíos.

Los monigotes eran colgados de sogas para pasearlos por calles y plazas públicas. Narra Chávez que al jalar la soga, los muñecos daban piruetas como trapecistas de circo y cuando eran consumidos por el fuego, la gente, especialmente los niños, cantaban: “Quémate, judío, quémate hasta el hueso, que para tu crimen poco es el infierno”.

También se confeccionaban diablicos, monigotes pintados de rojo con cuernos, rabo y un temible trinche que representaba al demonio. Todo esto era durante festividades religiosas y a los monigotes se les prendía fuego en la noche.

Del tiempo de la yapa, libro de crónicas costumbristas de la historiadora Jenny Estrada, refiere que fue el cronista Rodrigo Chávez González –quien publicaba sus estampas en Diario EL UNIVERSO bajo el seudónimo de Rodrigo de Triana– quien estableció que en el siglo XIX se empezó a quemar monigotes el último día del año.

Una epidemia de fiebre amarilla azotó a la Costa del país y más cruelmente a Guayaquil, donde se calcula que murieron 4.000 personas. Cuentan que el pueblo, como medida de sanidad y deseando liberarse del mal de la peste, confeccionó unos atados con las prendas de vestir y de cama de sus familiares difuntos y los quemó en las calles la última noche de ese fatal diciembre de 1842.

“Con el recurrir del tiempo, atado y monigote se volvieron uno solo. El pueblo se encargó del resto, repitiendo anualmente ese ceremonial, y enriqueció la costumbre con la comparsa y el testamento hasta volverla tradicional”, explica Estrada.

Yo recuerdo que el 31 era una fiesta familiar y barrial. Cada familia, cada esquina hacía su monigote. Lo único que se compraba eran las caretas y las camaretas.

Si la tradición de confeccionar y quemar años viejos sigue vigente con ciertas variantes, otras que completaban el festivo ritual han ido desapareciendo: el paseo por las calles de las viudas que lloraban a grito pelado por la muerte de su viejo. También ya no se acostumbra la redacción y lectura del jocoso testamento. Las viudas fueron prohibidas por intendentes de Policía a pretexto de que bajo ese disfraz se escudaban carteristas y homosexuales que cometían desafueros delictivos y actos contra la moral y las buenas costumbres. Bla, bla, bla.

Ese mediodía con un solazo que vomita fuego, camino por la calle 6 de Marzo, que en los últimos años, desde el 24 hasta el 31 de diciembre, desde la calle Gómez Rendón hasta Portete, se convierte en una galería a cielo abierto donde talentosos artesanos exhiben y venden sus monigotes.

El primero en tener su taller en esa calle fue el legendario Juan Cruz Ladines, un carpintero ebanista que en 1920 al observar las caretas importadas que cubrían a los monigotes, se le ocurrió hundir la cara en un recipiente lleno de barro fresco, así obtuvo el primer molde de la que sería la popular careta del año viejo. Ese molde sirvió para miles de caretas que vendió para mantener a sus siete hijos.

Ahora sus nietos, bisnietos y tataranietos ejercen ese arte y oficio. Uno de sus nietos es José Cruz Vallejo, de 55 años, más conocido como El Chino. Ese día visité su taller en 6 de Marzo y Maldonado. “La familia sigue la tradición –dice mientras con un aerógrafo le da los últimos toques a un monigote que confecciona por encargo y son los más costosos por únicos–, nuestros mayores se han muerto, pero con hermanos y primos seguimos la tradición”.

Una nueva costumbre son los monigotes gigantes que confeccionan los muchachos de las barriadas del suburbio. Aunque el Chino Cruz asevera que esa no es una novedad, porque su padre, José Cruz Reginfo, los comenzó a hacer en los años setenta en 6 de Marzo y Calicuchima.

Los años viejos son una tradición guayaquileña que como una locura se extendió por todo el Ecuador y que el fuego no destruye, ni se apagara jamás.

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