Para azotar al maligno

29 de Enero de 2012
Texto y fotos: Jorge Martillo Monserrate

La utilización de los cordones es una antigua costumbre funeraria que tiende a desaparecer en los pueblos de la actual provincia de Santa Elena. Carlos Suárez la mantiene.

Este lunes cuando desperté, creí que había muerto porque atada a mi cintura descubrí un cordón de extraños nudos.

Entonces recordé que todo comenzó cuando me enteré de que en Tugaduaja aún atan un cordón a la cintura de sus muertos para que con él, el difunto azote y espante al maligno cuando lo quiera arrastrar al infierno. Mientras me libro de mi cordón, voy a contarle esta historia.

En el libro Así fue mi crianza: recuerdos de un nativo de la parroquia Chanduy, autobiografía de Roberto Lindao Quimí con introducción y notas de la antropóloga Karen E. Stother, leí que en varios poblados rurales de la provincia de Santa Elena persisten costumbres de antigua usanza como aquella de poner cordones a los muertos para que se defiendan del diablo –también llamado: maligno, malo o demonio–.

Las fuentes históricas indican que el Sínodo de 1570 ordenaba a los curas  eliminar algunas ceremonias de los indios en los entierros. Especialmente  evitar que lleven en las mortajas: ropa, oro, plata o comida. Pero pese a los esfuerzos de la Iglesia católica, algunas de esas costumbres aún persisten.

El cordón de Tugaduaja

Ahora quien teje los cordones en Tugaduaja es Alberto Agapito Suárez Lindao, de 50 años. Pero anteriormente lo hacía su abuelo, el finado Moisés Teodoro Suárez
Villón.

Hace doce años atrás conocí a don Moisés, quien entonces era un anciano de 83 años que se apoyaba en un bastón. “Los veteranos que sabían hacer cordones ya se murieron. Solo quedo yo”, me dijo. Cuando uno de sus nietos le entregó un par de bobinas de piola de algodón, don Moisés, con sus brazos extendidos tomó mis medidas.

Los vecinos curiosos se rían, y yo empecé a sentirme difunto. Después los dedos hábiles del anciano empezaron a trenzar los hilos que poco a poco fueron tomando forma de un  cordón con sus respectivos nudos. “El cordón es para que aleje al malo cuando se lo quiera llevar –me aconsejó como si yo fuese ya cadáver–. El muerto corre a cordonazos, espanta al maligno cuando se le aparece”, explicó.

¿Y los nudos?, le pregunté. “Los nudos son para chicotear al malo. Eso sí, el cordón de la cintura no se lo puede sacar porque sino se lo lleva arrastrando”, recuerdo que me advirtió.

Pero don Moisés murió hace diez años. Ninguno de sus hijos aprendió a trenzar  el cordón. Pero sí Alberto Suárez, su nieto. Tras él fui. A la altura del kilómetro 111 de la vía a Salinas, está el camino a Chanduy adonde se llega después de 17 kilómetros. Luego, a bordo de una camioneta oxidada, junto a Juan Apolinario, presidente de la comuna, vamos al recinto Tugaduaja al que se llega después de 7 kilómetros con nubes de polvo, cercas de muyuyo que intentan contener a pandillas de chanchos y chivos.

Esa mañana soleada Tugaduaja es una estampa de hondonadas y pequeñas lomas pobladas por casas de bloques. En una de ellas vive Alberto Suárez, albañil de oficio y heredero del arte de tranzar cordones para muertos.

“Moisés Suárez era mi abuelito, cuando había un muerto a él lo buscaban para que vaya a hacer el cordón. Yo era un niño y me iba con él a ayudarlo. Él me decía que lo mirara cómo lo hacía, yo miraba y se me quedó en la mente, por eso sé hacer el cordón”, cuenta Suárez Lindao mientras a la sombra de un algarrobo y ayudado por su esposa e hijos, va desenrollando la piola y formando una cuerda –de unos 7 metros– de numerosos hilos que luego trenzará para crear el cordón que en uno de sus extremos tendrá 4 nudos.
Moisés cuenta que su abuelo también la oficiaba de curandero.

Con yerbas, líquidos y otros ingredientes preparaba un antídoto contra las mortales picadas de culebras y alacranes. La fórmula es un secreto que solo compartió con su hija Pascuala, quien ahora ante una emergencia prepara ese brebaje. Pero también los Suárez, con don Moisés a la cabeza, antiguamente hacían carbón con muyuyo, algarrobo, cascol y otras maderas. Trabajaban hasta 50 pacas de carbón que vendían a los comerciantes que llegaban en camiones para después venderlo en  Guayaquil antes de las cocinas a kérex, gas o electricidad.
       
Hábil y rápidamente, Suárez Lindao trenza esas hileras de algodón que se van convirtiendo en un cordón inmaculado. “Según me conversaba mi abuelito, el cordón es para defenderse del demonio y también sirve para cuando los hijos pelean, entonces el finado saca su cordón y les cae a cordonazos para que no peleen entre hermanos”, comenta Alberto Suárez mientras ya le hace los nudos a mi cordón.

Desde que murió su abuelo, los parientes de los difuntos empezaron a buscarlo para que les hiciera el cordón que se hace también con tiras de tela blanca. No hay una paga establecida, todo depende de la voluntad de los deudos que viven  en Tugaduaja y recintos de los alrededores. “Pero es una costumbre que se está perdiendo, el único que lo hacía era mi abuelito y ahora mi persona”, manifiesta  con cierta nostalgia el tejedor de cordones fúnebres.

Es cuando Juan Apolinario –presidente de la comuna–, comenta: “Nosotros los más veteranos seguimos creyendo en lo que es el cordón”. Y recuerda que existe otra curiosa costumbre funeraria: “Cuando alguien fallecía, ese día nadie en el pueblo comía carne porque decía que uno se estaba comiendo al finado. Algunos aún tenemos esas costumbres y no queremos perderlas pero la juventud no, si alguien se muere ellos están con la buena carne asada o un caldo de carne”, dice Apolinario.

Después de dos horas de trabajo, Carlos Suárez Lindao me entrega mi cordón. Sonriendo como para aliviar mi susto, me dice: “Yo también ya voy a hacerme el mío”.
Ahora que he logrado librarme de mi nuevo cordón, me pregunto: ¿no será mejor que el maligno me arrastre al infierno porque de seguro allá están mis amigos?

 

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