Los últimos sombreros de una tejedora

30 de Marzo de 2014
Texto y fotos: Jorge Martillo Monserrate

Historia de una tejedora y de un oficio que si no es transmitido está en peligro de desaparecer en los pueblos de la provincia Santa Elena.

Esa mañana, doña Isabel, con los dedos ajados pero hábiles, comienza a tejer uno de sus últimos sombreros de paja toquilla. Ella vive atrás de la iglesia de Dos Mangas –comuna plantada siete kilómetros adentro de Manglaralto-. El negro de su vestido resalta su cabellera blanca y sus arrugas que invaden su rostro. Es frágil y pequeña, habla con frases cortas. A su casa, de un solo ambiente, entran y salen sus gatos, perros, gallos y gallinas. Ella les habla mientras teje.

Llegué tras ella porque el año pasado la artesana Herlinda González me habló de Isabel Rivera, la única mujer del poblado que tejía sombreros de paja toquilla, por eso iba a organizar un taller para que enseñara su oficio a las integrantes de la Asociación de Mujeres Artesanas Autónomas de Dos Mangas.

Más aún porque en diciembre del 2012 la Unesco declaró Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad al tejido de nuestro sombrero de paja toquilla. Pero, además, porque en la cercana comuna de Barcelona los hombres cosechan la paja en la montaña, las mujeres la procesan y comercializan en grandes cantidades al Azuay y Cañar, donde se teje el sombrero Montecristi –conocido mundialmente como Panama Hat–, que productores y exportadores venden al extranjero a altos precios, pero que compran baratísimo a los tejedores locales –en su mayoría mujeres del Austro- cuyos antepasados aprendieron el oficio de los legendarios tejedores de Manabí.

Por esas razones, la idea de Herlinda González es que las mujeres que realizan artesanías de tagua, paja y otros materiales, aprendan a tejer, a mano, sombreros de paja toquilla. Un saber popular se está perdiendo en el sector porque los tejedores se están extinguiendo. Es el caso de los hermanos Rodríguez Suárez, dos tejedores ancianos de Barcelona que ya no tejen porque han perdido la visión

Una vida tejida a mano

Mientras teje, desteje su historia. Isabel Rivera Hemeregildo hace 78 años nació en Julio Moreno, Juntas del Pacífico. De su caserío recuerda las fiestas en honor a la virgen de Santa Rosa. Cuenta que como era la mayor de 10 hermanas para ayudar a cuidarlas estudió tan solo hasta el segundo grado. El pueblo era de tejedores. Su padre le enseñó a tejer sombreros. Cuando ella tenía 12 años, huyeron de la sequía y se afincaron en Dos Mangas. A los 13, Isabel se unió a Andrés Yagual y tuvieron 11 hijos.

“Me enamoró y me casé” –confiesa sin dejar de tejer–. “No sé cómo fue el amor”. A los 14 años tejía sombreros que vendía a 10 sucres para ayudarse a sobrevivir. Recuerda que hace 60 enviudó. Después se unió a Alejandro González, quien pese a sus actuales 82 años aún trabaja en la agricultura. “Con ese voy a morir”, sentencia con una sonrisa y rodeada de sus animalitos que considera sus últimos hijos.

Tejer sombrero de paja toquilla es un arte que jamás se olvida. “Desde los 12 años tejo sombreros” –dice con la mirada clavada en esos extensos y finísimos hilos de paja que se enredan entre sus dedos mustios y caen como una cascada viva sobre sus piernas–, “primero hago las plantillas y después tejo las copas en una horma de guayacán, antes tejía y mi papi vendía los sombreros”. En esa época, en cinco días tejía un sombrero porque solo se dedicaba a tejer y no a los quehaceres domésticos.

Los sombreros que ella teje con las manos arrugadas, pero sabias y rápidas se venden a $ 25 los normales y a $ 30 los de ala más ancha.

En los últimos años, las mujeres agrupadas en la asociación de Dos Mangas se dedican a hacer artesanías en diversos tejidos: en cruz, trenzado, pata de gallina y en croché para ofrecer a los turistas.

El año anterior, cuenta doña Isabel que dio clases a mujeres para que aprendieran a tejer a mano sombreros de paja toquilla y ese arte no se pierda en Dos Mangas: “Aquí, yo nomás sé tejer, en otros pueblos sí hay tejedores. Intenté enseñarles y no pueden, ellas dicen que es trabajoso, han intentado para poder tejer, pero no pueden”.

Le indago hasta cuándo va a tejer y con voz triste responde: “Hasta cuando pueda tejer porque casi ya no veo”. La mayoría de tejedores va perdiendo la visión y no alcanza a ver esos hilos que son finísimos. Por qué no usa lentes, le digo y contesta: “No me gusta ponerme lentes y tampoco andar ensombrerada porque parezco serrana”. Ríe y su risa suena como una ola lejana.

Esa mañana, doña Isabel, antes de vivir entre sombras, tejió y tejió, tal vez uno de sus últimos sombreros.

Aquí, yo nomás sé tejer, en otros pueblos sí hay tejedores. Intenté enseñarles y no pueden, ellas dicen que es trabajoso, han intentado para poder tejer, pero no pueden”, Isabel Rivera

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