El último héroe de la guerra del 41

03 de Noviembre de 2013
  • Segundo Cisneros en su casa ubicada en Santa Elena.
  • Segundo Cisneros y su esposa, Luz Granizo.
  • Portada del libro sobre la biografía de Segundo Cisneros.
Texto y foto: Jorge Martillo Monserrate

Historia del único héroe vivo de la guerra con el Perú, ahora él vive en la tranquilidad que le da el mar de La Libertad.

Segundo Cisneros es un héroe. En la guerra del 41 lo dieron por muerto en batalla, sus familiares celebraron siete misas en su memoria. Pero él estaba vivo, era uno de los prisioneros confinados en la voraz selva peruana.

Su vida es una novela de aventura. Nació en 1922 –Pedro Moncayo, cantón de Pichincha más conocido como Tabacundo–, el año anterior publicó A mis 90 años, su libro de memorias.

Días atrás lo visité en La Libertad, provincia de Santa Elena, donde reside desde 1946. Ahora es un exitoso empresario en retiro. Cuenta que comenzó trabajando en Salinas en el aeropuerto de la FAE; luego en Ancón, como chofer, en el campamento de la compañía petrolera y después la emprendió como representante de importantes compañías importadoras. Se casó con Luz Granizo y es padre de Rossy, Oswaldo y Patricio, actual prefecto de la provincia.

Ese sábado, con sus 91 años a cuestas, Cisneros viaja a su pasado. Desde niño quiso ser militar. Todo comenzó cuando un grupo de militares se afincó en Tabacundo, él tenía 8 años y le fascinaba observarlos. Se hizo amigo de ellos. Supongo que eran sus héroes. Sus aventuras comienzan a los 12 años cuando huye de casa. “Mi papá quería ponerme a estudiar en el internado de los curas franciscanos y a mí no me gustaba –relata, y me lo imagino huyendo entre el frío–. Yo quería ser militar, tomé la decisión y me fui a Quito”. En la capital se refugió en la casa de su abuelo Ramón Espinoza, quien lo regresó, pero él volvió a fugarse. A asilarse en casas y cuarteles donde lo ayudaron parientes y militares. A su casa paterna volvió en 1942, ya siendo un héroe de guerra.

Recuerda que a sus 17 años era un soldado entrenado en numerosos cursos, cuando un teniente preguntó a la tropa: ¿Quién quiere irse al Oriente? “No muchos aceptaron, yo sí dije: Yo voy al Oriente. Quería estar más lejos”, recuerda, y ríe como un muchacho. Junto con tres soldados fue destinado al Batallón 13 Ecuador, ubicado en Méndez, Morona Santiago. Ahí aprendió a vivir en la selva, a leer con sumo interés un periódico de un mes atrás. Bebió chicha masticada, comió tatabra, saíno, mono machí –que después de pelarlo y cortarle el rabo parece un niño– otros animales del monte. Frecuentó a los jíbaros –eran así como entonces llamaban a los del pueblo shuar–, que siempre estaban en guerras bárbaras con otras tribus y que el ejército utilizaba como sus guías y bestias de carga en la selva.

Meses más tarde, en 1940, ya se rumoraba que existían problemas con el Perú. Le preguntaron si quería ir a la guarnición del Yaupi, fronteriza con el Perú, y él respondió que encantado. Partió con cuatro más de la tropa y jíbaros que a machetazos abrían camino y cargaban enormes latas con queroseno y comestibles. Al llegar al varadero del río Yaupi, los jíbaros con cañas y troncos construyeron una balsa para que los soldados viajaran por el río al destacamento de Yaupi.

Prisionero de guerra y de la selva

A Ecuador y Perú solo los separaban un río estrecho. Estaban frente a frente. Antes de que estallara el conflicto pidieron refuerzos que nunca fueron enviados. “Cuando llegaron las tropas peruanas eran unos 200 soldados bien armados y equipados, nosotros solo éramos 8 y una ametralladora medio oxidada. Eso no fue una guerra, fue una invasión”, sentencia Espinoza. Después quedaron aislados: sin radio de comunicación, el hombre que hacía de correo fue asesinado, tampoco llegaron los jíbaros que vendían carne disecada y sus víveres se terminaron. Comían papayas verdes y molían caña para beber. Veían cómo, en la orilla del frente, el enemigo se preparaba para atacarlos. Estaban desesperados, agotados de hacer guardia día y noche. Hasta que la mañana del 1 de agosto de 1941, el destacamento fue invadido. Cisneros y los soldados Tipantuña, Molina y De la Rosa patrullaban cuando sonaron los tiros de ametralladoras, cayó muerto Tipantuña. Relata que lanzándose a tierra, ordenó a sus compañeros: “¡Tiéndanse ahí!”, pero estos huyeron porque no fueron hechos prisioneros. Cisneros y tres ecuatorianos más fueron trasladados a la guarnición peruana. Al día siguiente llegaron más prisioneros y el cadáver del subteniente Hugo Ortiz, quien murió defendiendo su destacamento, a este lugar fue que llegó el soldado Juan de la Rosa a dar aviso de la invasión y a reportar las muertes de los soldados Tipantuña y Cisneros.

Días después fueron trasladados al enorme cuartel de Iquitos, eran 91 prisioneros. Pero luego Cisneros y 39 militares ecuatorianos fueron trasladados a un destacamento alejado de Iquitos. Los ubicaron en una cuadra vigilada por soldados peruanos. Todos los días –a excepción del domingo que descansaban, cantaban pasillos y jugaban vóley– con hachas y machetes iban selva adentro a tumbar y hacer leña de capirona, un árbol inmenso de la Amazonía. Trabajaban hasta la cinco de la tarde. Siempre le daban de comer caldo de paiche, un bagre inmenso. Estaban quemados por el sol, tenían largo el cabello y la barba, la ropa sucia y rota, andaban casi descalzos. Los domingos, el cuartel se llenaba de curiosos que iban a ver, como si fuesen fieras de circo, a esos prisioneros que los peruanos apodaban ecuachus. Segundo Cisneros era el más joven de todos. “¡Claro, yo cumplí el 25 de septiembre 19 años estando prisionero! Ni me acordaba cuántos años tenía”, comenta dándole la cara a su pasado.

La guerra entre Ecuador y Perú comenzó el 5 de julio de 1941 y terminó el 29 de enero de 1942 con la firma del polémico Protocolo de Río de Janeiro. Fueron seis meses de cautiverio. El domingo 22 de febrero, Segundo Cisneros y otros soldados ecuatorianos fueron los últimos prisioneros en llegar a Guayaquil, donde los recibieron como héroes. “Cuando el barco chileno Maipo dejó atrás la frontera del Perú, se hizo un griterío”, recuerda Cisneros, y comenta que caminando por el malecón se le acercó el doctor Rodríguez, quien le había dado un curso en el Ejército, y abrazándolo exclamó: “¡Cisneros, eres cadáver, eres un muerto andando”. Así se enteró de que oficialmente lo daban por muerto. A los pocos días retornó a Tabacundo, le dieron la bienvenida con bombos y platillos. Durante semanas lo detenían para que contara sus aventuras de guerra. Él lo que deseaba era regresar al Ejército, pero cuando se presentaba a su regimiento, una y otra vez lo volvían a enviar de vacaciones hasta que se cansó y pidió la baja. Por un par de años trabajó para Estancos en la provincia de Imbabura. En 1946 empezó a construir una nueva vida a orillas del mar.

Ese sábado en la terraza de su casa, rodeado de un jardín y de sus pájaros que cantan sin cesar, conversa que por una enfermedad está retirado de sus negocios. “El problema es no hacer nada, espero recuperarme y encontrar en qué entretenerme”, reflexiona a sus 91 años. Le recuerdo que fue condecorado héroe de guerra por el Congreso Nacional. Él no recuerda la fecha exacta, pero fue durante la presidencia de Fabián Alarcón. Le duele recordar esa ceremonia de condecoración. Él piensa que es el único que está vivo porque era el más joven: “Los otros llegaron en sillas de ruedas. Me dio una desilusión, en lugar de darle esa lata –medalla– les hubieran dado alguna otra cosa. No por mí. ¡Esa pobre gente qué sacó con esa lata! ¡Una barbaridad!”. Es la única oportunidad que Cisneros medio se quiebra, pero de rabia.

Antes de partir le planteo que si volvería a nacer, sería militar e iría a la guerra. Me mira y con una sonrisa sabia responde: “Presentarme en caso de guerra, eso sí hiciera porque es defensa a la patria, pero para servir como militar de largo ya no”.

La tarde cae sobre La Libertad. Segundo Cisneros siempre será un héroe de carne y hueso.

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