El rey del amorfino... entre tumbas

29 de Abril de 2012
  • Alfredo Goya en una de sus participaciones durante un velorio en el cementerio de Palestina.
Texto y fotos: Jorge Martillo Monserrate

En el cementerio de Palestina, entre tumbas, cruces y entierros, brota vivo el amorfino, en voz de Alfredo Goya, un poeta popular.

El hombre está arrimado al portón del cementerio. Luce un sombrero con copa adornada por el dibujo de una burrita y en una de sus alas lleva escrita la palabra: Amorfinero, el arte de montubio de bigote cano que oculta su mirada tras gafas de lunas negrísimas. Cuando me acerco, una sonrisa ilumina su rostro. Estrecha mi mano y locuazmente se presenta en versos: “Mi nombre es Alfredo Goya/ Soy del cantón Palestina/ A mí los versos me salen como el agua cristalina/ Soy hijo de campesinos/ De sembradores de arroz/ Y estos versos, te lo digo con la voluntad de Dios”.

Es un sábado al mediodía. El sol es una bola de fuego que calienta las tumbas y los arrozales. La escena transcurre en el cementerio de Palestina, a 80 kilómetros de Guayaquil.

El hombre es Alfredo Goya Guerrero, el Rey del Amorfino. Nació hace 66 años en El Guabito, un recinto cercano. Es padre de 23 hijos, 18 están vivos y los otros enterrados en ese cementerio donde él oficia de administrador, jardinero, guardián y panteonero. Antes trabajó como agricultor, artesano, vendedor ambulante y cuadrillero. Pero hasta el último soplo de su existencia dirá a viva voz: amorfinos, coplas, décimas, versos populares.

Si tú me quieres a mí/me dejas la puerta abierta

El cementerio está ubicado a casi un kilómetro del poblado. No tiene cerramiento a los costados, tampoco al fondo. Solo una fachada al pie de la carretera. Las tumbas y las cruces blancas brotan en el verdor de esa tierra montubia. Ese día después de un entierro, Alfredo Goya animado dice amorfinos, improvisa versos, cuenta su historia.

Alfredo heredó el arte de su tío Casimiro Goya. Él lo conoció cuando tenía 8 años y empezó como amorfinero a los 15. “De ese señor uno viene hereditando algo bueno –asegura y lo demuestra–, le voy a decir uno: Anoche dormí en la arena, teniendo colchón de lana/ Yo no tuve la culpa si vino el aguardiente de caña”.

Una desgracia marcó su vida. Cuando tenía 18 años, tumbando un árbol, unas ramas al caer hirieron sus ojos. Perdió la visión de uno de ellos. “Pero Dios me dio este don –reflexiona–. Habrá sido que se dijo: A este lo voy a dejar medio apagado de luces, hay que darle algo, por eso para mí el amorfino es algo tan sencillo”.

Herido vino al hospital y cuando perdió la visión de un ojo hasta quiso suicidarse. “Llegué a Guayaquil con la pata al suelo como iguana rastrojera –confiesa sin vergüenza–. Después me puse sobradito porque cuando el montubio se pone zapatos hay que pelarle el ojo”.

Aquí durante catorce años trabajó, tuvo mujer, hijos. Primero fue artesano en el barrio Villamil –la Bahía actual–. Luego se convirtió en vendedor ambulante de arroz con leche, diariamente vendía cien vasos a un sucre cada uno. El asunto es que recorría las calles más populares en compañía del desaparecido Rey de la Galleta.

Fue cuando a Goya lo bautizaron como el Rey del Amorfino y es que ambos improvisaban coplas pícaras para vender. “Pasábamos y decíamos: Señora Enriqueta/ Aquí está el arroz con leche/Para que se le pongan hermosas las tetas. Luego el Rey de la Galleta decía: Aquí traigo mi galletita/Para que la señora Enriquetita se la coma suavecita/Con el arroz con leche en su casita. Así vendíamos jodiendo”, evoca sentando sobre una tumba.

Cuando regresó a su terruño se fue a trabajar montaña adentro, pero no duró ni un año porque lo espantó un tigre que se lo quería comer. “Sabe que del puro miedo, el meado solito se me salía. Me tuvieron que sacar del monte”, cuenta ahora entre risas.

En Palestina trabajó durante 33 años como cuadrillero en una piladora de arroz. Cargaba en su espalda hasta tres sacos de 100 libras. “Uno es como un burro, nace con esa fuerza bruta. Cuando terminábamos nos cogíamos a chupar aguardiente”, es en esas tertulias que acostumbra a decir amorfinos, versos galantes a las muchachas que pasan .

“Porque no soy de verraquera, ni de peleas pero cuando me tocan la chiva yo también corcoveo como un chivo en aguacero”, aclara y recuerda que hace unos doce años, lo descubrió el periodista Luis Delgadillo Avilés, quien lo contrató para el programa ‘El Agricultor Ecuatoriano’ que emitía dos veces a la semana una emisora radial de Guayaquil.

Goya grababa sus coplas y coberturas de pueblos cercanos. Durante cuatro años fue muy popular el Rey del Amorfino, personaje que dizque llegaba a Guayaquil montando en La Mariposa, su burrita –aquella que aparece dibujada en su sombrero–. En esa época empezó a participar en concursos de amorfinos y actuar en diversos escenarios urbanos y rurales. “Así me fui fogueando, por eso cuando yo me pongo al ruedo no tengo ningún problema, a mí el micrófono no me pesa”, asegura medio sobrado.

En el cementerio hay muertos/ pero muertos están

Alfredo Goya, el Rey del Amorfino desde hace tres años reina en el cementerio de Palestina. Ingresó a trabajar por la cuota de los discapacitados. Dice que empieza a trabajar a las seis de la mañana y hace de todo. Pero cuando hay un entierro trabaja más, hasta duerme en el cementerio y por la noche dispara al aire porque como la tumba está fresca y pueden robarle al muerto. Eso sí, no le teme a los fantasmas.

“Créame, en el cementerio hay muertos, pero muertos están. ¡En la noche usted no encuentra ni una lechuza volando! Lo que he encontrado es a parejas que hasta el calzón dejan botado”, dice riendo.

Cuenta que algunas personas le han propuesto que les consiga huesos y él les aclara: “Aquí es el cementerio, no es el camal porque los huesos se compran en la tercena o en el camal”.

Ahí entre tumbas y cruces, flores frescas y marchitas, llantos, rezos y risas, ha participado de las costumbres funerarias del sector. Comenta que algunos entierran o recuerdan a sus muertos al son de cantantes y guitarristas. Los hacendados hasta contratan a un DJ. Otros, cuando introducen el ataúd en la bóveda, disparan al aire en la memoria del muerto y cómo consumen licor. “Le dejan la botella con un vaso para que el difunto se la tome”, refiere, aunque también otros recuerdan a sus difuntos con responsos. Es cuando a petición de los deudos Goya toma la palabra.

“Yo no me opongo a que me entierren aquí o allá. ¡El muerto ya no sabe nada!”, exclama el panteonero y dice que con los amorfinos contando lo que ha vivido, con esos versos ha hecho amigos y ha conquistado mujeres.

Alfredo Goya, el Rey del Amorfino, entre cruces y tumbas así como se presentó, en versos se despide:

“Con esta me despido/ Dejando a los impacientes/ A unos con las caras arrugadas/ Y a otros pelando los dientes”.

 

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