Catalina Bacilio: Líder de las toquilleras

26 de Mayo de 2013
Texto y foto: Jorge Martillo Monserrate

Catalina Bacilio y otras mujeres anónimas procesan la fibra natural con la que se teje el famoso sombrero de paja toquilla.

Esa mañana olía a tierra mojada. Desde Valdivia viajo rumbo a Barcelona, cinco kilómetros adentro. En ese trayecto, recuerdo que el historiador José Villón afirma que esa comuna antes se llamó El Descanso, así hasta que llegó un sacerdote oriundo de Barcelona, España.

El 5 de diciembre del 2012, la Unesco declaró al tejido del sombrero de paja toquilla Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Históricamente ese tejido nació en Montecristi, Manabí, y sus alrededores. Como en Barcelona, Febres Cordero, Loma Alta, Dos Mangas de la actual provincia de Santa Elena. Luego esa tradición se fue perdiendo. Reina hoy la producción y el procesamiento de la fibra. Las plantaciones de la paja -Carludovica Palmata- están en la montaña (Cerro Brujo, Cabeza de Vaca y Loma Alta), a 14 kilómetros de Barcelona. Son 618 hectáreas de sembríos a cargo de los hombres. Abajo, en Barcelona, las mujeres –conocidas como toquilleras– procesan la paja y después la comercializan. Se estima que el 70% de la producción nacional proviene de Barcelona. Esos campesinos que la siembran, las mujeres que la procesan y comercializan, junto a los tejedores son los héroes desconocidos de nuestro famoso sombrero de paja toquilla.

Bajo una montaña

Nació, vive y trabaja bajo una montaña de paja toquilla. Hace 43 años, Catalina Bacilio Quilumbay nació en Barcelona. Desde hace 21 años es líder de las toquilleras del centro artesanal de procesamiento de paja toquilla Barcelona.

Esa mañana, Catalina recuerda que su padre cosechaba la paja en la montaña y su madre la cocinaba –así es llamado el procesamiento–. Cuenta que en Barcelona, Antonio Pozo tejía, planchaba y engomaba sombreros. Otros tejedores eran Urbano Reyes y Segundo Tomalá, este hace tres años les dio un taller de tejido de sombreros y otras artesanías. “Los jóvenes perdimos el interés por ese oficio, si no Barcelona sería una comunidad de sembrío, procesamiento y tejido”, aunque cuenta que una compañera está aprendiendo a tejer el sombrero fino.

Fue en 1992 cuando Mariano Merchán, sacerdote español, creó el centro artesanal para que las mujeres trabajaran. Catalina era líder de un grupo pastoral y a solicitud del sacerdote empezó a laborar con trece mujeres –ahora en el centro trabajan 25 familias, alrededor de 175 personas–.

Al inicio, ellas iban a comprar la paja a la montaña. Ahora se la entregan en Barcelona. Lo increíble es que ninguna autoridad ha construido una buena vía de acceso. Cuando llueve es imposible transitar en carros. Bajan la paja a lomo de mula. Gran cantidad de paja se pierde arriba, a tan solo 14 kilómetros.

La paja llega, es procesada en el centro y también en los hogares. El sitio es un amplio pabellón provisto de mesones, cordeles a la sombra y al sol, un horno a leña y una paila. Ahí, un grupo de mujeres limpian y seleccionan la paja, la cocinan durante 35 o 45 minutos hasta que se torna amarilla. Luego la exprimen y cuelgan a la sombra –los rayos ultravioletas enrojecen la paja–. Al siguiente día, esa paja seca es colgada al sol y adquiere el color blanco. Después se la clasifica y con 31 tongos forman un bulto que cuesta entre 235 a 240 dólares.

Cada 5 días, Catalina transporta y distribuye la paja en Gualaceo, Chordeleg, Sigsig y Azogues. Cada cierto tiempo, también en la frontera con el Perú. “Nosotras entramos a comercializar, gracias a la economista Lupe García que nos enseñó cómo se vendía directamente la paja –expresa Bacilio Quilumbay– así continuamos con esta tradición. Ahora no trabajamos para otros sino que nosotras mismas vendemos nuestra producción”.

Al mediodía, el sol cae sobre esa paja tendida y blanca, procesada por las toquilleras de Barcelona y que hábiles artesanos transformarán en sombreros de diversa calidad.

“Es el Gobierno el que tiene que sentirse orgulloso de nuestro trabajo –reflexiona Catalina rodeada de sus compañeras–. ¿Por qué no se le da a Barcelona un camino a la montaña? Tan solo un camino lastrado con brea para que ingresen los carros.

¿Imagínese cuánta toquilla se queda en la montaña?”. Recuerdo sus palabras como el eco de una ola. Pero no es el mar el que canta, son las mujeres trabajadoras, las toquilleras de Barcelona.

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