Cambios invisibles

10 de Agosto de 2014
John Dunn Insúa, arquitecto

“Veo a futuro una ciudad que finalmente toma los desafíos, con capacidad de compararse con lo que quiere ser en el futuro”.

Más allá de la relatividad existente cuando hablamos de tiempo,  quince años es un lapso en el cual se pueden evidenciar grandes cambios,  no solo en nosotros como individuos,  sino en los entornos que habitamos.

Al Guayaquil presente se la compara mucho con las diferentes etapas de su pasado.  Nos ponemos nostálgicos al recordar las casonas de madera, existentes en tiempos previos al incendio de 1896. Recordamos con orgullo el empuje económico que nos permitió construirnos a comienzos del siglo pasado,  y reflexionamos sobre aquellos días en que confiamos el poder municipal en manos incapaces de administrarnos.  Vivimos midiéndonos constantemente, con otros o con lo que fuimos en otros tiempos.

En estos quince años, en que La Revista ha sido parte de nuestros domingos, Guayaquil está logrando un cambio tan maravilloso como fundamental.  Se trata de un evento colectivo: poco a poco dejamos de compararnos con otros, y asimilamos con franqueza lo que somos.  Me refiero a nuestra identidad como metrópoli.

Dicho cambio es quizás más importante que la construcción de malecones, puentes, vías y parques,  porque implica que los guayaquileños estamos llegando a entender cómo satisfacer nuestras necesidades metropolitanas. La ciudad toma las riendas de su destino por el bien común.

Desde esta perspectiva,  los nuevos espacios construidos en Guayaquil pueden entenderse no como productos concebidos en la mente de un solo individuo,  sino como la expresión material de nuevos niveles de conciencia,  respecto a nuestras necesidades urbanas.  El Malecón Simón Bolívar y el Malecón del Salado serían entonces los hitos que demarcan aquel momento en que nos percatamos de nuestra necesidad como metrópoli de mejores espacios públicos.  El parque Los Samanes y el puente a la isla Santay se realizaron cuando tuvimos conciencia de nuestra necesidad de espacios recreativos, y de un mayor contacto con la naturaleza.

Los siguientes pasos en esta nueva conciencia colectiva guayaquileña resultan más que evidentes.  Debemos ahora atender a la parte más humilde y más necesitada de Guayaquil;  atender a aquellos espacios donde habitan quienes aún padecen necesidades y carestías. Al decir esto, no me refiero a la ejecución de obras básicas como proselitismo expiatorio. Guayaquil debe ser Guayaquil, en cada una de sus esquinas y sus rincones. 

De igual manera, hay indicios de una agenda cultural –tanto pública como privada– más variada y llamativa, con espacios para las más variadas expresiones artísticas.
Los otros puntos a atender, como tránsito, seguridad, espacios recreativos, promoción del desarrollo y redes públicas, deben ser solucionados como la consecuencia de la estructuración  interna de la urbe en comunidades de escala barrial.

Quizás ha llegado la hora de que las obras por ejecutarse sean consecuencia de un plan macro que atienda sistemáticamente a toda la ciudad. Las obras no pueden ser producto del capricho.

Veo a futuro una ciudad que finalmente toma los desafíos,  con capacidad de compararse con lo que quiere ser en el futuro. Me expreso optimista, porque las crisis existentes hoy comienzan a ser entendidas como oportunidades.  Finalmente, estamos soltándonos de esa dependencia anacrónica con el pasado. 

Así, no buscamos lo que somos en fotos viejas con ventanitas de chasas,  sino en los retos que tenemos hoy frente a nosotros.

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