Crítica rockera
Crónica del concierto del músico y compositor británico Roger Waters: Roger Waters The Wall en Buenos Aires, el pasado marzo. Además de una reflexión de lo que el rock puede influir en la vida de las personas generando que a veces “el resto del mundo y sus problemas pueden esperar”.
Para entender al rock hay que desmitificarlo primero. No se trata solamente de un estilo musical. Tampoco es un particular estilo de vida. En contraparte, el rock ya no puede ser entendido como un acto de rebeldía generacional. Después de todo, ya han pasado más de cuatro generaciones de rockeros sobre el planeta Tierra. Seguramente, aquel Mick Jagger jovencito y atolondrado de los años sesenta jamás imaginó que su grito de I Can’t Get No Satisfaction iba a servir como música ambiental en los centros comerciales del siglo XXI.
Definitivamente, el rock ya no es lo que era antes; pero por suerte, nosotros llegamos a ser lo que somos –en gran parte– gracias al rock.
Miro las cosas retrospectivamente y noto que debo agradecer al rock por los primeros gramos de pasión que inyectó en mi vida, por ser la primera pasión de mente y alma que me llevó a vivir de manera más intensa e inconforme. A leer, a ver y a cuestionar.
Me ha llamado siempre la atención esa habilidad que tiene el rock para reconciliarnos con nuestra humanidad primigenia. Un concierto de rock es quizás el evento más cercano que tenga Occidente a los eventos chamánicos masivos que se daban en las antiguas civilizaciones del continente americano. Miles de personas conectadas entre sí, atentas a lo que haga el “Gran chamán” sobre el escenario. Todos unidos por la más mágica e inmaterial de las artes: la música. A los que no me crean, los invito a ver la presentación de Jimmy Hendrix en el Festival de Woodstock de 1969 y podrán sentir en carne viva lo escrito en estas líneas.
Desde mi temprana juventud escogí a los Pink Floyd como mis chamanes personales. El motivo para tal decisión: vi la película Pink Floyd The Wall a la temprana edad de 12 años. Por eso los culpo de empujarme a este viaje sin retorno que significa ser yo. Me dejé atrapar por todo. La música de pronto se presentó ante mí, de manera mucho más ambiciosa, planteando cuestionamientos, simbologías y metáforas, confabulándose con una serie de imágenes dinámicas y audaces que multiplicaban el impacto de lo visto y escuchado. Esta genialidad concebida por la mente de Roger Waters –bajista de los Floyd- marcó un antes y un después en mi vida.
El mensaje de la película es universal, atemporal y simple: todo lo que uno vive, para bien o para mal, es un ladrillo que –al unirse con otros ladrillos– forma una pared que nos rodea. Los psicólogos conocen eso como “catexis”, la delimitación del individuo, más allá de las fronteras físicas y espaciales de su ser. Esa pared es la personalidad del individuo, su identidad. Además, dependiendo de lo traumático de las experiencias vividas, se corre el riesgo de que el muro se complete y que uno quede aislado de los demás.
“¡Vamos!”
Obviamente, en mi agenda mental estaba anotada una reunión con Roger Waters, y aquella cita solo podía verse cancelada por la muerte. Apenas supe de la presentación del concierto Roger Waters The Wall surgió en mi interior la voz del lánguido adolescente que fui alguna vez: “¡Vamos!”, y las cosas comenzaron a darse solas. Después de todo, Buenos Aires es una ciudad amiga, por la cual siempre vale la pena encontrar una excusa y visitarla. Así fue como me lancé en este peregrinaje con mi mujer y mi hijo mayor, y acompañado por mis suegros. Jamás imaginé de joven que haría este viaje con ellos. La realidad siempre encuentra una forma de superar a nuestra imaginación.
Ya en el estadio Monumental de River Plate, la incertidumbre y la euforia eran una cosa que nos embarraba a las 50 mil personas presentes en el lugar. Los graderíos y las tribunas se parecían mucho a las dibujadas por Gerald Scarfe, genio gráfico que ayudó a materializar las visiones de Waters. Minutos previos al comienzo, aún me cuestionaba si el viaje valdría la pena. Temía regresar decepcionado a Ecuador, por ver a un Roger Waters sesentón y cansado, luchando ridículamente contra sus años sobre un escenario, tal como le pasa a la gran mayoría de los monstruos del rock que aún nos acompañan. Por suerte, no pude estar más equivocado.
Se apagan las luces y el estadio se inunda con el audio de la parte final del filme Espartacus. El público enmudece. Una trompeta solitaria anuncia que el show está por comenzar. Es entonces cuando las guitarras rompen la oscuridad de la noche y explotan los fuegos artificiales. In the Flesh? abre el concierto. Justo en la parte más estruendosa, al final de la canción, el cielo se ve atravesado por una réplica a escala real de un cazabombardero de la Segunda Guerra Mundial. Las dudas sobre la calidad del espectáculo son borradas de las mentes expectantes, cuando el avión se estrella contra el muro y explota. El público grita y todos los presentes confirman que están en el lugar y en el momento precisos. El resto del mundo y sus problemas pueden esperar.
Se mantiene en escena la característica construcción del muro durante el concierto, de tal modo que los músicos son tapiados detrás de aquel muro hecho con ladrillos de cartón, de 80 metros de ancho por 15 de altura.
Afortunadamente, Roger sabe cómo oxigenar su espectáculo. El muro ya no es solo un obstáculo entre los espectadores y músicos. Se trata de un personaje activo, cuestionador y agresivo, que adquiere vida e interactúa con los presentes a través de una serie de impredecibles imágenes y animaciones que se proyectan sobre él.
Un evento audiovisual
The Wall dejó de ser solo una ópera rock basada en las experiencias personales de Waters. Ahora, el concierto se ha convertido en un evento audiovisual que cuestiona profundamente nuestros valores como sociedad y la ética de quienes nos gobiernan. Eso se deja ver cuando en The Thin Ice se convierte cada uno de los ladrillos del muro en el récord de un soldado perdido en acción, sin importar la causa, el bando o la guerra en que haya luchado. Luego se puede ver la palabra “Capitalism”, escrita con la misma fuente de “Coca-Cola”. También es memorable el momento en que Waters está cantando Mother, justo en la línea que dice “Mother, should I trust de Government?”, el muro responde con un gigantesco grafiti: “No Fucking Way!”. En “Goodbye Blue Sky”, el muro se repleta de bombarderos B-52 que lanzan íconos religiosos y comerciales sobre una ciudad que se ve cubierta por cruces, medias lunas, estrellas de David, así como por logos de Shell y Mercedes Benz.
Durante la escena de los “Martillos”, dedicada a los gobiernos totalitarios, el muro se convierte en un templete fascista. Un cerdo gigante sobrevuela el estadio, exhibiendo sobre su piel las usuales mentiras que los tiranos les dan a sus seguidores.
El final del concierto es de apología: se sentencia al amparado por el muro a vivir expuesto ante sus semejantes, y el muro es derribado delante del público. El cerdo volador aterriza sobre la cancha y es destrozado por los espectadores.
Luego de eso, un mar de gente llena de energía sale del estadio, con ganas de comerse sus problemas, de demoler un muro y regalar un poco más de libertad a los demás. Irónicamente, destruyendo un muro, hemos adquirido un ladrillo más.
“Un concierto de rock es quizás el evento más cercano que tenga Occidente a los eventos chamánicos masivos que se daban en las antiguas civilizaciones”.